26 de marzo de 2010

Jamás Transada en el viejo mundo, Parte V

Regreso a Nunca Jamás Transada  ( Soundtrack Penguin Cafe Orchestra - Perpetuum mobile )

                                      


Y ahí estabas de vuelta en la playa de Barcelona, los últimos días del invierno, mirando el agua desde lejos mientras caía la tarde, con Melina y tu hermano, tomando un jugo de cartón de 59 centavos de Euro. Eras chica de nuevo, eran chicos de nuevo. No querías irte al aeropuerto, no querías que caiga la tarde, no querías que se termine, no querías tener que crecer. Fue probablemente uno de los momentos más lindos y más tristes que hayas vivido.
Pero había una condición para dejarte volver, y era saber que este era recién el comienzo de tu romance con el viejo mundo, que no era la última vez que ibas a estar en las playas de Barcelona o tomando Cherry Coke en Picadilly Circus con tu hermano, o robando brillo de labios en H&M con Melina, y que si te volvías no volvías igual que como te fuiste, te volvías con una valija de más repleta de ropa, y una mochila de menos, repleta de peso muerto. Te volvías sabiendo que estabas empezando de nuevo, y que después de haber visto kilómetros de luces intermitentes titilando sobre la torre Eiffel, después de haber volado sobre los Pirineos, después de haberte comido una papa al horno sentada en los jardines de Versalles, ya no ibas a conformarte con alguien que te deja plantada, que nunca se quedó a dormir con vos, y que seguramente nunca hubiera entendido el terrible gesto que significaba para vos esa postal vacía.

Llegás otra vez al aeropuerto de El Prat después de más de un mes, que se siente como un año. Y te toca volver a despedirte de tu hermano, y tener que ser vos la que le da la espalda y se aleja con sus valijas, con los ojos empañados y un nudo en la garganta. Evidentemente estabas despertándote, porque hacía mucho que no eras capaz de sentir tanto, dolor, pero tanto.
Mientras el avión carreteaba sobre la pista, y echabas una última mirada por la ventanilla, decidiste que ibas a dejar las pendejadas atrás y te ibas a reconciliar con Martín, volver a tocar juntos y tomar el té en Barracas. Ibas a terminar tu carrera e ibas a conocer a alguien que nunca, nunca, jamás, fuera capaz de dejarte plantada. También ibas a volver a sacar fotos. Las fotos… Sacaste cientos en el viaje, y mientras las vas pasando en el silencio a media luz de la cabina te das cuenta de que en las únicas en las que saliste, estás sonriendo. Y vos nunca sonreís. Abrazada a la cámara, te dormís en un sueño profundo de Clonazepam y lágrimas.

Cuando volvés a abrir los ojos, ya es de día y el avión está sobrevolando Brasil. Esperás que nadie mire y te guardás la frazada que te dio la azafata para taparte. “Estoy de vuelta, estoy de vuelta, estoy de vuelta”. No podías parar de repetirlo, porque no podías empezar a creerlo.


Fin.

25 de marzo de 2010

Jamás Transada en el viejo mundo, Parte IV


Londres  ( Soundtrack Chris Brown - Forever )




Cuando desde el ferry que cruza el canal viste sus acantilados blancos por primera vez, fue otro de esos momentos en los que se te cierra la garganta y te brillan los ojos, fue ver por primera vez en persona a un novio que conociste a través de MTV a los 13 años.
Londres sí es todo lo que esperabas. Porque ya lo viste, lo viste en los sketches de Mr Bean,  en las canciones de Bowie, en los libros de Nick Hornby, y sí, en las comedias románticas de Hugh Grant. Te estuviste preparando para Londres toda tu vida. Acá te sentís como pez en el agua del Támesis.

Londres huele a comida, a todas, a cada paso. Hamburguesa, guiso, papas fritas, falafel, el olor a todas las cocinas del mundo cocinando a la vez, eso es Londres.
Los vestidos, las disquerías, las mujeres que parecen modelos, los hombres parecidos a Ewan McGregor, acá tampoco pensás mandar esa postal. Entrás al Bar Italia y te imaginás a Jarvis Cocker ahí, tratando de salir antes de que le digan que ya murió. Te la pasás recorriendo la cuidad hasta la madrugada, aprendiste a usar el Underground con esos miles de ramales y combinaciones que tiene, y ya casi que te sale la pronunciación inglesa. Ni siquiera te importa descubrir de primera mano que el sillón en que dormís solía ser la letrina del perro de la casa.  Y no sabés si es falsa hospitalidad, o si los ingleses realmente son así de simpáticos, pero te ponés a hablar con todo el que te da la oportunidad, el señor que vendía souvenirs y te preguntó si te volvías a Argentina en tren, el colombiano del supermercado que al segundo día ya los saludaba, el gordo chiflado que te quiso levantar en una disquería y que te dejó hablando sola después de decirte que estabas loca, y la china que en una parada de colectivo te contó que podía hacerse invisible a voluntad, y que fue así como evitó varios asaltos. Todos están dispuestos a darte la anecdota del día.
En Londres tampoco transás, pero no porque no quisieras, ahí viste algunos de los hombres más lindos que recordás. Seguirías siendo una patética, pero eras una patética con pulsión de vida.

Estás sentada sola, en un banco verde inglés del Green Park, en tu último día en Londres.  Uno puede pensar que es un estereotipo de la ciudad, que en realidad el punk, y también el rock, están muertos hace rato, y que Londres ya no es ese lugar rebelde lleno de crestas y alfileres de gancho, pero una vez más vuelve a sorprenderte cuando escuchás a dos jardineros de cincuenta años hablando de los Sex Pistols mientras podan las rosas. Sí, Londres también todavía está viva. Y pensás que ahora que viste todo esto no podés quedarte con lo que tenías, no puede volverse de acá, nada puede ser lo mismo ahora. Te sacaste una mochila enorme, un exceso de equipaje que no ameritaba pagar extra. Viste cosas hermosas que de solo recordarlas te hacen querer llorar, y es ese el mundo en el que querés vivir. Sentís que tu energía es otra, que vos sos otra, que todo lo que ves, y lo que hacés te hace realmente feliz, que desapareció ese halo de podredumbre que hacía meses lo cubría todo. Te despertaste de un coma, y te diste cuenta de cuánto extrañabas todas las cosas que habías dejado atrás en el último año, las que habían sido daño colateral; tu hermano, tu banda, tu carrera, tomar el té en Barracas, ir a comer a Los Sabios, escuchar Camera Obscura, y Martín, tu mejor amigo, a quien no veías desde poco después del desastre. Todo eso, que era tuyo, que hacía que reconocieras tu vida, lo querías de vuelta.


Continúa...

24 de marzo de 2010

Jamás Transada en el viejo mundo, Parte III




París sin embargo, no era todo lo que esperabas. Huele a pis, está llena de negocios de Donner Kebab, y después de las once de la noche no existe. Y te habían advertido al respecto, París es un cliché del romanticismo y si uno está solo puede ser bastante deprimente, pero tu analista te convenció de que no tiene por qué ser así, que podés ser feliz y pasarla bien sola, o con amigos, o en familia. Mentira. Es así. Todos transan, todo parece construido para estar enamorado, todo es romántico, todos son lindos, y vos sos El Grinch del amor. Para una persona deprimida y amargada, París puede ser el tiro de (des)gracia. Especialmente si vas con tu hermano menor, y si los del hotel los pusieron en una cama matrimonial porque creyeron que eran pareja.
El brillo cegador de Europa no dura más de dos semanas. Cuando estás más desprevenida te acordás de él, y entonces todo lo que dejaste atrás vuelve para darte de lleno en la cabeza. Decidís hacerte un favor y no subirte a la torre Eiffel esta vez, porque no es la ocasión, no querés ver la ciudad iluminada desde las alturas de esa torre que también huele a pis estando sola. Lo dejás para la próxima. Ya habrá una próxima.

Para olvidar el hecho de que aparentemente ahora tu hermano y vos son novios, aceptan la invitación de un alemán del hotel para ir a tomar algo. Y con tres vasos de la cerveza más barata en mano empezaron a hablar de las Spice Girls. Resulta que como vos, Felix supo ser un adolescente alemán aficionado al teen pop. Los conocía a todos, nunca creíste que ibas a toparte con un hombre no gay con el que pudieras hablar tanto acerca de Posh Spice y del primer disco de Westlife. Felix no era gay, cada vez que decías algo gracioso y sin haberle dado demasiada confianza, te ponía la mano en la rodilla. No era feo, no era lindo tampoco, pero una mano en la rodilla era mucho más de lo que tenías hace una semana, y estabas disfrutando hablar de música vergonzosa con él. Increíblemente siendo alemán no lo conocía, así que esa noche le pediste al DJ que pasara el hit de David Hasslehoff. Lamentablemente ese tipo de recuerdo uno no lo elige, te gustaría decir Serge Gainsbourg, o Françoise Hardy
, pero para vos París siempre va a sonar a David Hasslehoff.

En este viaje estabas decidida a enamorarte, de quien sea, aunque sea en tu cabeza, eso ya sería un gran avance. Si París no lograba reanimarte ya estabas en manos de Dios. Y llegó. En tu última noche en La Ville-Lumière conociste a Vicente, no, VICENTE, un chileno de barba y fanático de Pink Floyd que estaba haciendo un doctorado de filosofía en la Sorbonne. Parecía escrito por vos. Pero semejante cerebro nunca te daría bola, y aparte te quedaban ocho horas ahí, y aparte estabas con tu hermano. Nunca ibas a salir con Vicente, pero, ¿qué importa? Seguiste tomando su cerveza y viviendo ese gran romance unilateral que duró tres horas, pero que te demostró que aún existen hombres salidos de una carta a Papá Noel, y que vos ya no eras el hombre de hojalata.  Esa noche vos y tu hermano volvieron al hotel en bici, borrachos, pedaleando por medio París como si se acabara el mundo y riendo como maníacos. Cuando llegaste podrías haber vomitado hasta las manzanas acarameladas que comiste de chica en el parque Chacabuco, pero no importaba nada, estabas viva.
“París, andá a lavarte el orto” pensabas sin parar, aunque tenés que reconocer que a pesar de tu odio y resentimiento frente a su insistente romanticismo, París es linda, pero es demasiado snob, aún para vos. Sin despedirte propiamente huís a un lugar más dispuesto a recibirte a vos y a tu ira punk.

Continúa...

23 de marzo de 2010

Jamás Transada en el viejo mundo, Parte II

Barcelona (Soundtrack My Bloody Valentine - Swallow )



Era todavía de madrugada cuando la viste por primera vez. Apenas cruzaste la puerta del avión y sentiste el aire helado en la cara se te hizo un nudo en la garganta, se te pusieron los ojos brillantes y te explotó el corazón. Fue amor eterno a primera vista.
“Estoy en Europa, estoy en Europa, estoy en Europa”. No podías parar de repetirlo porque no podías empezar a creerlo. Mirabas para todos lados con la boca abierta de par en par; Barcelona era todo lo que imaginabas cuando te hablaban de "El viejo continente", era como estar en el medioevo, un medioevo en el que la ropa es barata, los perros viajan en subte, los hombres no te hablan por la calle y no hay adultos. Era antigua, sucia, húmeda, oscura, retorcida y a veces parecía un dibujo surrealista de Dalí. Era hermosa.
Cuando todavía arrastrando la valija verde cruzaste tu primer calle catalana, un chico de barba pasó en bicicleta y te guiñó un ojo, lo tomaste como una señal, siempre habías tenido la esperanza de que en Europa valoren más tu completa falta de pechos, cola, curvas y color.
Ese primer día compraste una postal para él, y la guardaste para más adelante, por las dudas. Estabas en otro mundo, nada de lo que veías era territorio familiar, en este momento, tu vida como la conocías, existía solo en tu cabeza.

Hacía mucho que no veías a Melina, tu compañera de rebeldías. Seguían pareciendo dos niños de 12 años. Ella y Martín, por más que los conociste a los 23, son tus amigos de la infancia, son esas personas, aparte de tu hermano, con las que siempre vas a poder volver a ser chico.
Esos días no paraban de ir a bares, de esos que tienen cuatro mesas y luces de navidad, en donde también se aceptan perros, de ir de compras, no parabas de irte sola por la playa y perderte en el barrio gótico escuchando My Bloody Valentine. No querías hacer la vida del turista, así que vivías como otra latinoamericana ilegal; te colaste en el subte, en el tren, robaste pimenteros, brillos de labios y bombachas.
No estabas lejos solo en términos de distancia, sino de tiempo. Ya no pensabas en eso que te había hecho escapar, en Barcelona no tenía ningún poder sobre vos. Siempre pensaste que si un día desaparecieran todas las cosas que te recuerdan a una persona, podrías pasar días sin notar su ausencia. Si desapareciera el plato de la Cuqui y los pelos que deja por toda la casa, y no vieras fotos de perros por ningún lado, tal vez tardarías en darte cuenta de que no está. Como en Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos.  Acá era así, todo era nuevo, nada era un recuerdo. La postal que compraste tu primer día seguía ahí, habías pensado en mandársela en blanco, pero ya había pasado una semana y cada vez tenías menos necesidad de hacerle saber de vos. Tal vez en otro lugar.
Aún en ese País de Nunca Jamás que era Barcelona, las ganas de conocer más lugares hacen que uno no vea la hora de irse. Esa mañana te levantaste a las cinco de la mañana para tomar el tren a París.

Continúa...

22 de marzo de 2010

Jamás Transada en el viejo mundo

Buenos Aires (Soundtrack Telepopmusik - World can be yours )



En cinco minutos te gastaste lo que habías ahorrado en todo un año. En parte querías viajar, fantaseabas con eso desde que tenías 14 años y soñabas con ser peluquera en Milán e ir a ver jugar al Inter. Tal vez otro poco necesitabas tomarte un descanso del trabajo, de atender las mierdas ajenas día tras día cuando lo único que querías era que alguien por una vez escuchara las tuyas. Salir de ese cubículo lleno de fotos de rockeros muertos y conocer lugares, ver la vida, visitar a tu hermano, visitar a tu mejor amiga, pero la verdad es que si te estás subiéndo a un avión a Barcelona sin ninguna idea de en dónde vas a terminar, es para olvidarte de él. Ya probaste todo, y esta era una de las pocas cosas que todavía no habías intentado. Irte.

Hace 15 años que viendo Armagedón en el cine le tomaste un miedo irracional a los aviones, y hace 16 que no te subís a uno. Te baja la presión de solo estar comiendo una bondiola en la costanera y escucharlos despegar, se te pone la piel de gallina cuando entrás a un aeropuerto, y nunca lo trataste en terapia porque te da demasiado miedo hablar al respecto. Cuando saliste de la agencia de viajes con el pasaje en mano te sentaste a llorar durante una hora en un banco de la calle Reconquista, pensando en que ibas a morir en un avión, sola y sin novio.

Las semanas pasaban y tu interés por el viaje no llegaba, no planeabas paseos, no reservabas hoteles, no mirabas mapas ni folletos, sentías que en el fondo estabas cometiendo un error al gastar semejante cantidad de plata, al forzarte a hacer un viaje enorme estando anímicamente no apta ni para que te vean sola esperando el colectivo. Cuando soñabas tu primer viaje a Europa nunca lo imaginaste así, siempre soñaste que iba a ser con Ben Affleck, que iban a ir de pic-nic a Versailles y que te iba a proponer matrimonio en la torre de Pisa, pero no así, indiferente, sin planes, sola, y sin nadie esperándote a la vuelta. Pero era este el momento, tenías la plata, tenías la edad, tenías el tiempo, y tenías que intentarlo. Irte de viaje era tu último recurso para volver a ser la misma de antes, para despertarte y reaccionar, era lo único que podía quitarte la loquez.

Antes de que te des cuenta, ahí estás con tu valijota verde esperando para abordar, cargada de ansiolíticos y escuchando el tema que ponía Kevin McCallister en el walkman cuando volaba a Nueva York. Y mientras arañabas los apoyabrazos del asiento aterrorizada por pensamientos de muerte, tu intento de vuelta a la vida había empezado.


Continuará.

15 de julio de 2009

La Odisea


Después de mucho tiempo habías vuelto a hablar con Él. Te había escrito para ver en qué andabas, algo que no cuadra en tu rutina diaria, porque no son amigos, no es el tipo de persona a la que le podés escribir para contarle que te diste la vacuna de la gripe o para avisarle que están dando Harry Potter en Cinecanal. Pero te escribió, y chatearon 10 minutos que todavía estás rumiando. Diez minutos que no significaron nada pero que a vos te elipsaron los últimos cuatro meses.
La noche en la que te escribió habías soñado con él. Habías soñado que te lo encontrabas y estaba con una chica, no le dabas importancia creyendo que era alguna atorranta que recién conocía, hasta que los viste irse de la mano, y ahí agarrabas un vaso de cristal lleno de Cindor y lo estrellabas contra la pared, para que te vieran. Y te veían, como si fueras una loca.
Ese mismo día habías salido a hacer las compras, y en una esquina viste a un chico alto, de barba, sacando fotos con una réflex. Podía ser él, se parecía a él. Y se te hizo un nudo en la garganta, era lo más parecido a él desde la última vez que lo viste. Te pusiste a pensar si también se acordará de vos tan seguido, y asumiste que no, que ya lo debe haber superado.

Así que su mensaje calmó un poco tu miseria, al menos no sos la única que lo piensa más que de vez en cuando. No sabés cómo hace, pero siempre aparece justo cuando más lo extrañás, cuando estás a punto de cometer alguna animalada que involucre lluvia, un grabador y un cassette de Peter Gabriel.
Te contó que se mudó, lejos, muy lejos, lejos de la posibilidad de encontrártelo. Ya no va a ser el amo y señor de la ciudad, las esquinas ya no van a tener canas y barba, los colectivos ya no van a pasar por su casa, ni el subte C va a ir a su barrio.
Haber hablado con él te deja una sensación rara, te volvieron un montón de cosas, extrañás horrores el año pasado, y recordás cómo más o menos a esta altura y bajo este clima estaba pasando tal o cual cosa, cómo todos los días del invierno es el aniversario de algo, de pelotudeces, pero de pelotudeces que ahora pagarías por tener.

El domingo te levantás para ir a tocar, después de soñar toda la noche con que te robaban la tarjeta de débito y te sacaban todos los ahorros para irte a vivir sola; te dejaban 100 pesos y tenías que quedarte a vivir con tu mamá, para siempre. Cada media hora te despertabas y volvías a soñarlo. Ni con la más retorcida pesadilla infantil, ni cuando soñabas con el zoológico zombie te aterraste tanto como con eso.
Te tomás el colectivo hasta Retiro para encontrarte con tu banda e ir a tocar a Derqui en un festival punk donde seguro van a ser el hazmerreír de la tarde y los van a abuchear por putos. No había probabilidades de salir airosos, no era, definitivamente, una buena idea hacer esa fecha, pero hay que tocar en donde sea, y fuiste.
Vas llegando a la estación inmersa en ese pensamiento de saberte yendo al muere cuando te das cuenta de que no tenés la cartera, te la dejaste en el 115.
Corrés desesperada hasta la terminal mientras llamás al banco para bloquear la tarjeta, tu amada tarjeta, tu pase a la libertad, y llamás a casa, solo para que te den apoyo moral, para que te digan qué hacer, porque después de todo en situaciones como esta, todavía atinás buscar algo que te haga sentir en casa y a clamar “mamá”.
Por unos minutos se te cruza toda tu vida (la que cabe en la cartera) por delante, hasta que después de correr siete cuadras divisás un 115 vacío, el chofer baldeando, y tu cartera, negra y sucia como siempre esperándote ahí. Fue un milagro.
Que el día haya empezado así de accidentado puede anunciar dos cosas, que de acá en adelante solo puede empeorar, y que la jornada va a estar signada por la desgracia, o que si el día empezó así de mal es porque indefectiblemente tiene que mejorar, y realmente lo va a hacer.
Ahí estás entonces, 25 minutos tarde, con Martín y Bernardo, tu banda, en la entrada de la estación Retiro, transpirada, despeinada y con todo el maquillaje corrido. Apenas pasaron las 12 del mediodía.

La última vez que tomaste un tren fue en el 2001, era una tarde de sol, tenías pegada una canción de Abba y estaba mamá.
Ahora el cielo está horrible y en el andén hay un grupo de punkies (punkies de los verdaderos, de esos que harían a un hooligan desdentado verse como el Teletubbie rojo) que ya los está mirando como si fueran unos maricas llevando portacosméticos con forma de instrumentos.
Los punkies, de perfil alto y con portación no solo de rostro sino de botellas de Fernet con cola, se suben al furgón; “Nada de asientos para nosotros”. Tu plan es subirte al vagón más alejado, ir sentada, en lo posible cerca de alguna familia numerosa, gente como uno, mirar por la ventanilla y no cruzarte con la turba.
Cuando te querés dar cuenta estás sola, tu banda se fugó con los punkies.
Reprochándote ser la amarga que nunca se anima a nada y que se porta como si fuera la gatita blanca y malcriada de Los Aristogatos, disimulás tus prejuicios y te vas con ellos, para que no se rían más de vos acusándote de burguesa. Vas a mostrarles que vos también sos rockera.
De repente estás viajando en un vagón de carga hacia el lejano noroeste, sentada en el piso, rodeada de punkies de los posta que van a los gritos y escupitajos, fumando porro y tomando Fernando.
A los lados ves pasar villas, ves un arroyo musgoso por el que navegan unos chicos en balsas de telgopor, ves todo tipo de animales de corral. Ahí primero te felicitás por haberte alejado tanto del mandato familiar y estar haciendo eso, qué diría mamá si supiera… Hasta que se sube un cana a calmar a los punkies y pensaste que la mera proximidad a los hooligans del conurbano era suficiente como para que el oficial te considere infractora de la ley, y te imaginaste entre rejas por averiguación de antecedentes, ¿quién te mandó a meterte ahí? ¿Qué diría mamá si supiera?
Ahí el entusiasmo por la transgresión se esfuma enseguida dejando paso a tu verdadera yo, la más burguesa, que ya se quiere volver y repite aterrada: “We’re not in Kansas anymore”.

Cuando llegan, lo que iba a ser un parque resulta ser una extensión de pasto muerto, cubierta de botellas de gaseosa vacías en la parte de atrás de una casa deshabitada. Hay punkies con olor a pis vendiendo fanzines con información anarquista de fuente dudosa o preparando sánguches de higiene dudosa, y chicas peladas de 17 años usando remeras con la leyenda “Abajo las cárceles”.
Sos la única de la banda que no piensa probar uno de esos inmundos bocados veganos. El día definitivamente está empeorando. Querés chasquear los zapatos y volver a casa. “Mamá”.
Te sentás a mirar el espectáculo en unas hamacas, con Martín engullendo una hamburguesa de zanahoria, como cuando eran buenos amigos. De repente es como si todo ese tiempo y esas peleas no hubiesen pasado, y volvés a querer compartir tus cosas con él, que desde el principio fue la tercera pata de la historia. Le contás de la charla, le contás que se mudó, y ya lo sabe, a él también lo buscó esa semana después de meses para hacer las paces que todavía se debían.

- Creí que nunca lo ibas a perdonar - le decís
- ¿Cómo puedo no perdonarlo?

Eso, ¿cómo podés no perdonarlo?
Evidentemente se acordó de los dos, o empezó un proceso de redención, o a él también le llegó la nostalgia. Y ahí se quedaron un rato, hamacándose y hablando de Él, como en las épocas de tomar el té después del trabajo y escuchar a Estela Raval.
Y Martín, una de las personas con más patologías mentales que conociste en tu vida, te dice;

- Claro que está loco, todos van a estarlo, la idea es encontrar a alguien cuya locura sea compatible con la tuya.

El problema es cuando su locura justamente radica en no ser compatible con nada.

En ese lugar te sentís como esos días en los que todavía te faltan seis horas para llegar a tu casa y ya olés a pizza de fugazzeta y jugo de limón rancio. Sí, está bien, lo reconocés, sos la gata blanca que usaba collar de diamantes en Los Aristogatos. Y en momentos de adversidad como este querés algo que te haga sentir en casa, ya no a mamá, sino a Él, el lugar donde todo son arco iris, dulces y cachorritos, y con quien nunca podrías sentirte olor a fugazzeta y jugo viejo.
Te gustaría haberte ido cuando querías, dejar el lugar cuando todavía no te habías alunado, y volver a casa antes de que el día empeore aún más, llegar temprano y acostarte. Si hoy no va a venir nadie a rescatarte al menos rescatarte vos. Pero la gatita blanca no sabe viajar en tren, y definitivamente no se anima a caminar tres cuadras en Derqui sola. Así que te sentás en las hamacas, esperando a que se terminen las hamburguesas de zanahoria y los demás también se dignen a volver.

Después de casi dos horas de bufadas y ceño fruncido, lograste levantar el campamento. Van caminando por entre las tinieblas de Derqui mientras pierden el tren de las nueve a manos del yeso en el pie de Martín.
El andén está lleno de gente, familias, globos, mielcitas y pochoclo, como si no fuese tan tarde y no estuvieras en medio de la nada. Y no podés creer que seguís ahí, contra tu voluntad, ya podrías haber tomado decenas de trenes, pero por alguna razón estás en este.

El viaje hasta Buenos Aires tarda una hora y cuarto, mientras mirás por la ventanilla en silencio vas pensando que fue un día duro, no solo por la expedición al noroeste bonaerense, sino porque hace tiempo que no pensabas tanto en él, que no lo extrañabas tanto, que no deseabas tanto que estuviera ahí con vos para hacerte la estadía más liviana, o al menos para tener alguien con quien reírse de los demás, y a quien no le importe ponerse en ridículo si sabe que con eso te va a causar gracia. Derqui ya se terminó, pero eso sigue ahí, y Peter Gabriel ya no parece una completa locura.

Cuando llegan podés tomarte el 115 de vuelta, llegar rápido a casa, ponerte de una buena vez el pijama y terminar con todo antes de que siga empeorando, pero preferís hacer el camino más largo e irte con Martín, un poco para no quedarte sola con tu collar de diamantes en Retiro, pero sobre todo para seguir siendo amigos un rato más.
Se suben al subte C, que pase lo que pase, viva donde viva, siempre te recuerda a Él. Y lamentablemente eso te gusta, sentís como si lo tuvieras cerca, como si estuviera ahí.
Por fin te dejás caer, aliviada y exhausta sobre el asiento de felpa sucia. Se terminó el día, se terminó la odisea. Martín te mira con una sonrisa y te dice:

- A que no sabés quién está parado atrás tuyo.

Sí, sabés. Tus rodillas ceden pero hacés la proeza de darte vuelta.
Es Él, igual que siempre, igual de lindo, volviendo de ensayar con sus cosas, golpeándoles la ventanilla desde afuera del vagón. Martín intenta levantar el vidrio, llega a saludarlo y el subte arranca.
No, no, no, no, ¡no! Te golpeás la cabeza contra las paredes pegajosas del C; no estabas lista para eso, ¡estás vestida de domingo! Te volteás hacia una vegana de 18 años que estaba sentada al lado de ustedes desde la estación Derqui y le preguntás:

– Decime, ¿estoy muy fea? ¿Está separado mi flequillo? ¿Me veo muy mal a través del vidrio?

La pobre piba no entendía nada, para empezar no entendía ni por qué le estabas hablando. Con mirada suplicante le decís:

- Ese que acaba de pasar por ahí es el amor de mi vida, quiero saber si estoy bien.

Y la vegana ahí supo, de mujer a mujer, que sólo podía darte una respuesta.

¿Cuáles eran las probabilidades de encontrártelo en la estación Retiro un domingo a la noche en una ciudad de tres millones de habitantes? Cosas como esta te hacen creer seriamente que estás viviendo una película, estas cosas no pasan en la vida real, estas cosas pasan en el cine, en los libros, y ahí la magia de la cadena causal se convierte en señal. En la vida real no existen las metáforas.
Te cuesta creer que esto no haya estado armado, por alguien, que poco importe que hicieran falta un viaje a Derqui, la pérdida de objetos personales, de trenes, yesos, combinaciones con subtes y hamburguesas de zanahoria para que se encuentren. Y que se encuentren.

Esa noche se mandaron mensajes hasta que te quedaste dormida, y por un rato fue como antes, por un rato volvió a ser tu profesor ciruela, y vos su joven Padawan.

Si fuera una película esto significaría que van a terminar juntos, o que va a llegar corriendo a decirte que te ama en medio de una cancha de béisbol, pero es la vida real, el lugar donde las cosas sí pasan porque sí, y acá probablemente solo significa que un profesor de música que vive a 20 kilómetros del Obelisco, en quien no podés dejar de pensar, y una chica que nunca había pisado la estación Retiro se encontraron un domingo a la noche en un vagón del subte C.

20 de febrero de 2009

Soda Stereo - Algún día


La que murió de su vestido azul está cantando.
Canta imbuida de muerte al sol de su ebriedad.

Adentro de su canción hay un vestido azul,

hay un caballo blanco,
hay un corazón verde tatuado
con los ecos de los latidos de su corazón muerto.

Expuesta a todas las perdiciones,

ella canta junto a una niña extraviada que es ella:
su amuleto de la buena suerte.

Y a pesar de la niebla verde en los labios
y del frío gris en los ojos,
su voz corroe la distancia que se abre
entre la sed y la mano que busca el vaso.

Ella canta.

Cantora Nocturna, Alejandra Pizarnik



Soda Stereo - Algún día, Parte 1

Durante los meses que le siguen al gran derrumbe intentás volver a empezar con tu vida, intentás encontrar un motivo para hacer tus cosas, para trabajar, para salir, para bañarte. Y te agarrás de todo eso para no dejarte caer, y para no pensar. De los primeros días lo único que recordás es salir a la calle con anteojos de sol, llegar al trabajo con los ojos hinchados, comer mucho y hablar poco.
Y escuchar el disco de Scarlett cantando Tom Waits, durante semanas y semanas. Porque no podías escuchar al verdadero Tom Waits, y “Anywhere I Lay My Head” era el único sonido que no contradecía tu estado de ánimo.

Al principio abrías el Msn en el que nunca volviste a aparecer conectada, esperando ver su ventana, su letra bordó molestándote con alguna onomatopeya. Y dejabas el celular prendido toda la noche esperando sus mensajes para despertarte a la madrugada. Cada vez que sonaba la canción de La Historia sin Fin confiabas en que era él, rogabas que fuera él, y odiabas a Movistar, y a tu vieja, y a todas las personas que te escribían y no eran él. Hasta que con el tiempo te cansaste, y te olvidaste de hacer todas esas cosas.

Después de un par de meses intentaste concentrarte en otra cosa, saliste a tocar, estuviste con alguien más, pero él no solo siempre volvía, sino que nunca desaparecía.
Cada día que pasaba lo extrañabas más, y de hecho parecía que los días no pasaban, porque no olvidabas todo eso, no lo dejabas atrás. Aún no había una hora en la que no pensaras en él; cada vez que tomabas el subte C, cada vez que pasabas apurada por Lavalle como cuando corrías a su casa, cada vez que a la salida del trabajo te ibas caminando hasta Barracas para ir a tomar el té con tu mejor amigo, queriendo y no queriendo encontrártelo en el camino, cada vez que veías a Jason Lee, cada una de las pocas veces que volviste a usar el perfume de Kate Moss, cada vez que pasabas por el parque Lezama.

Un tiempo después dejaste de ir a trabajar en subte y empezaste a tomar el colectivo, solo porque pasa a una cuadra de su casa, y por más que dos veces al día te sentías morir, y muchas veces tuviste que dar vuelta la cara y ofrecer la otra mejilla, tu esencia patética disfrutaba de saberlo cerca, necesitaba tenerlo cerca. Como cuando te sentabas a escribir en la computadora y dejabas el Msn abierto, aunque él no pudiera verte, solo para saber que estaba ahí, del otro lado de la pantalla.

Exceptuando los shows y los ensayos, nunca más volviste a tocar. No tener un profesor te hace extrañarlo el doble, porque ya ni te acordás de lo que era tocar, porque perdiste tu escape, porque tenés 2.000 pesos de instrumento cubiertos de una capa de polvo del período cretácico. Intentaste sin éxito reemplazarlo como hombre, porque en el fondo no te queda otra que creer con todas tus fuerzas que tiene que haber otro, pero no podés reemplazarlo como profesor, sabés que no hay otro él y que nunca lo va a haber, que nunca va a volver a ser ni remotamente parecido.
Tampoco volviste a escuchar Soda Stereo, solo podrías si él estuviera. Desde Villa Gesell 1990 que no funcionaba de otra manera.


Como en La Historia sin Fin, estuviste a punto de ser devorada por el pantano de la tristeza, y de alguna manera te salvaste. Ya no salís a la calle con anteojos de sol, ya no pasás 20 horas seguidas en la cama leyendo “La insoportable levedad del ser“, pero lo único con lo que soñaste todos estos meses fue con volver a saber de él, con encontrártelo, con que te llame, con que se dé cuenta de que te extraña y te busque, con que finalmente se le prenda la luz, con que tu silencio absoluto lo despabile. Por alguna razón nunca te acostumbraste a la idea de que ya no había nada, y de que se habían terminado esas tardes de invierno juntos. Podía hacer 30 grados y podía sonar Daniel Melero, pero para vos seguía siendo agosto, y seguías usando el montgomery gris y la bufanda con teclas de piano.

Entonces un buen día mirás para arriba y ves que su casa está en venta; ahí entendés que nunca vas a volver a estar en esa casa, nunca vas a estar en esa terraza ni a dormir en esa cama.
Esa semana las ganas de verlo y estar con él fueron más fuertes que nunca, y pasaste la noche en vela fantaseando con hablarle usando cualquier excusa, como preguntarle qué era una semicorchea, o decirle que estabas regalando cachorritos, lo que sea. Habían pasado cinco meses y todavía no te explicabas cómo después de tanto tiempo no podías siquiera empezar a olvidarlo.



Parte 2


Faltaban días para que se termine el año y el balance no te mostraba resultados positivos; ninguna hazaña, al menos amorosa, que son las únicas que te importan.
Pero todavía insistías en creer que no estaba todo dicho, que algo más tenía que haber. Confiabas, porque siempre tenés fe aunque no sepas de dónde la sacás, en que a último momento tu fortuna podía dar un vuelco inesperado y hacer que un año de amor y muerte hubiera valido la pena, como en el final de Jamás Besada.

La semana pasó, y el 31 de diciembre horas antes de la medianoche ya estabas casi resignada. Otra cena más brindando con tus viejos, poniendo cara de feliz año, comiendo esas 12 uvas estúpidas que nunca te cumplieron nada, viendo a Rafael cantando “Escándalo” en Crónica TV.
Finalmente tu año no estaba destinado a ser maravilloso, la realidad le ganó la partida a tu fantasía de comedia romántica, por más voluntad que pusiste. Declaraste el knock out, colgaste la toalla y te sentaste en la computadora.

Y ahí estaba, cuando ya habías dejado de esperar sus mensajes. Ahí estaban su letra bordó y la foto en la que se rasca la barba, como cuando llegabas de la clase.

No te lo estabas imaginando, no era otro de esos sueños de los que despertás queriendo desayunar escorpiones vivos, no era un virus haciéndose pasar por él, y no se había equivocado de persona. Te estaba hablando a vos.
Después de un par de minutos te dijo que vuelvas, que te enseña gratis, pero que quiere que vuelvas.
Amarías volver, es tu sueño volver, nada te haría más feliz que volver, pero no podés, sabés que al día siguiente ya no soportarías verlo bajo esas condiciones. No, perdón.
Si no podías volver a las clases quería que fueras a ver el DVD de Soda Stereo, o el final de la película de Tom Waits que nunca terminaron, lo que fuera, pero quería verte.
Así, de la nada, después de meses, después de que te hayas acostumbrado a la idea de que nunca iba a ser el padre de tus hijos.

Desearías decir que sí, abandonar el año nuevo, Rafael y las uvas, y correr a su casa, pero lo conocés, y sabés que probablemente esta es otra de esas decisiones que toma basado en ideas locas que le duran menos que lo que tarda en decir que no sabe lo que quiere. Y que si le decís que sí, antes de que te subas al colectivo seguramente ya te está llamando para cancelar, o tal vez espera a que llegues y recién ahí te dice que está confundido y que por ahora prefiere seguir siendo tu profesor. Y no tenés fuerzas para ser su juguete emocional otra vez, todavía estás cicatrizando las heridas del primer round.
Con todo el dolor del alma, y con toda la fe del mundo le decís que lo piense bien, que vuelvan a hablar en unos días cuando esté completamente seguro de que no se va a arrepentir, de que no está tomando el equivalente abstemio de una cocaine decision. Acepta a regañadientes, y se despiden hasta el año que viene.

Te volvés a quedar a merced. Esperando que sí haya visto la luz, y que esté convencido de que la vio. Es más fuerte que vos, y cada vez que él habla por hablar, volvés a la zona cero y te olvidás de todo lo que pasaron, y nada te importa y hey Lloyd I’m ready to be heart broken and I can’t see further than my own nose at the moment. No podés tomártelo en serio, y al mismo tiempo no podés no hacerlo, ¿cómo podrías? Si tenés una infinidad de promesas al alcance de tu mano.

Después de todo sí se acuerda de vos, a pesar de que nunca más lo buscaste, a pesar de que nunca más diste una prueba de vida, a pesar de los cinco meses, él siguió pensando en vos.

Tu 31 de diciembre te encuentra creyente, de buen humor, y escuchando Soda Stereo otra vez, que esta mañana, era lo único que querías.
Dios. Qué año.


Parte 3


Pasó un mes. Pensaste en hablarle, pensaste en cagarlo a pedos, una vez más, pero elegís el digno y decepcionado silencio. Era demasiado para él, es un infante que nunca pero nunca va a saber lo que quiere.

No querés pasar tus vacaciones en casa, sola, viendo La Novicia Rebelde y comiendo lemmon pie hasta ver duendecitos. Basta. Basta de que él te arruine todo, en honor a tu salud mental buscaste a alguien a quien pegarte, armaste el bolso y te fuiste a la costa.

La playa no es tu lugar, sos demasiado melancólica para el verano, te generan rechazo los balnearios en enero, las publicidades que rinden culto a las vacaciones, los desfiles en Punta, los concursos de culos, el hit del verano, la alegría brasilera. Nunca te vas a sentir parte de eso, pero vas para hacer algo, para no quedarte estancada y pensando en él.

A medida que avanzás por la ruta, y ves los campos interminables de girasoles, las vacas, los carteles de Tienda los Gallegos, sentís que Tom Waits, su barba y el subte C van quedando cada vez más lejos.

Cuatriciclos, motos de agua, gente de guita, cuatro por cuatros, caretaje, reggaetón a todo volumen, nada que te recuerde a él. Esa invitación al Beverly Hills del partido de la costa te despejaba la mente, ya no estaba la posibilidad de encontrarlo en cada esquina en la que doblás, ya no tenés nauseas al pasar cerca de la cuadra de su casa, ya no imaginás donde estará en este momento. Es casi como volver a la época en la que no lo conocías, cuando todo era territorio virgen. Hasta un imitador de Sandro que canta en un restaurant de la peatonal se convirtió en tu nuevo amor de verano. Pasás todas las noches solo para ver el póster con su foto y su expresión gitana. Sábado 23 horas, cena show: 35 pesos. Ahh.

Por fin el día no está para buzo y pasamontañas, y te decidís a pisar La Playa.
Blancuzca, con la figura del señor Burns y cubierta de pantalla solar 280, sentada en la caja de la cuatro por cuatro, yendo por el boulevard bajo el sol del mediodía, pensaste que será careta, pero el verano después de todo tiene su encanto.
Estabas inmersa en ese sueño estival, pensando que tal vez, quizás, se podría decir que de alguna manera en ese momento eras un poco feliz, cuando de repente escuchás La Historia sin Fin.
Es él, otra vez de la nada, para ver qué estás haciendo, y para decirte que está barrenando olas a 200 kilómetros y que quiere verte.
Ahora sí que el verano tiene su encanto, ahora sí que la pasás bien en la playa, con los cuatriciclos, y los culos y los choclos enmantecados. Ahora sí que te hallás.
Esa noche te comiste dos algodones de azúcar de color rosa, y no pasaste por el restaurant de Sandro.

Sí, a veces lo amás y otras querés entregarlo a la mafia. Te hizo pasar las mil y una y todavía ahora no podés terminar de fiarte de él, pero a pesar de haber aprendido a los golpes que no es perfecto, te das cuenta de que sus defectos te importan un pito, y lo que es más preocupante, a veces incluso te gustan. Te encanta que sea tan tímido y que le cueste tanto hablarte, te encanta que de a ratos parezca un nene y que vaya solo al cine a ver dibujos animados, te encanta que sepa datos que nadie más sabe, ni le importan, como que el baterista en el tema de Alf es Vinnie Colaiuta. Si no fuese un cagón, un inmaduro y un nerd, no sería Él. Aun con todo eso, para vos el sol todavía sale de su culo.

El fin de semana, después de un año, se van a ver en Buenos Aires sin ser profesor y alumna, sin los 25 pesos, sin la tarea y sin que tenga que ser miércoles a las siete de la tarde.


Parte 4

Es sábado a la noche y estás escuchando Soda Stereo. Salís a tomar el 126 estrenando tu vestido azul y volviendo a usar el perfume de Kate Moss que te ponías a los apurones en el subte C. Huele a él.
La noche es hermosa, el verano es hermoso, todas las criaturas en el reino del Señor son hermosas. Mirás a la gente en el colectivo y te preguntás si alguno de ellos llevará un destino más emocionante que el tuyo, te preguntás si se imaginarán lo que estás a punto de hacer, aunque dudás que les importe. Pensás que ese en realidad es tu viaje, y que los demás son todos extras trabajando por el pancho y la Coca.

Hoy es uno de esos días excepcionales en los que te mirás al espejo y no tenés que arreglar absolutamente nada. El vestido azul y vos inmediatamente fueron uno, tu pelo nunca había estado tan lacio ni tan brillante, los remanentes del tardío acné juvenil habían desaparecido y tu piel parecía chocolate blanco. Como cuando estabas viendo su show y te pidieron sacarte una foto, como cuando un chico te felicitó por ser la más hermosa de aquella fiesta en la esquina de su casa, y como todos los miércoles, el único día de la semana en que inexplicablemente no te parecías a Amy Winehouse. Te diste cuenta de que no era casualidad, es siempre que él está cerca que estás linda, porque estás feliz.

Te bajás del colectivo en una calle cortada por el corso, y caminás dentro de lo que tus piernas a punto de colapsar te lo permiten. Nunca estuviste tan nerviosa en tu vida, ni siquiera cuando a los 16 años te fuiste a sacar tu último diente de leche con la Dra. Fell. Nunca antes tuviste una primera salida con alguien de quien ya estuvieras completamente enamorada.

Las tres cuadras que caminás son eternas, no escuchás ni la música, los oídos te laten, tenés el corazón en la boca y la cara hirviendo. Empezás a hacer ejercicios de respiración mientras te vas acordando de mil cosas; de cuando saliste de la primera clase y le mandaste un mensaje de texto a tus amigas para decirles que no tenía nombre lo HERMOSO que era ese pibe, así, en mayúsculas. De cuando en la tercera clase terminaron los dos recostados en su cama sacando “Babies” de Pulp. De la sonrisa que tenías cada vez que salías de la casa de él y que te hacía sentir una idiota por las calles de Constitución.
No podés creer todo lo que pasó, no podés creer el tiempo que pasó.
Esa intersección a la que estás yendo es ahora el centro del universo.

Y llegás y está ahí. ÉL, ahí, apoyado contra la pared, con sus canas, y su espalda y su olor.
No pudiste ni articular un saludo de los nervios que tenías, y cuando quisiste apagar tu mp3 las manos te temblaban. Metiste mp3 y mano adentro de la cartera para que no se diera cuenta de que estabas muriéndote, y le pediste un segundo para ordenar tus cosas cuando en realidad necesitabas un segundo para tomar aire y calmarte. Por fin estaban ahí los tres, él, vos y Soda Stereo. Nunca lo habías visto más contento de verte.

Se sentaron a tomar algo y fue como si no hubiera pasado un solo día. Hablaron de las vacaciones, de terapia y de tu profesora metalera, que se gastaba casi todo lo que le pagabas en Cindor. Nunca a nadie le habían interesado esas historias apócrifas sobre tu profesora.
No sabés cuánto tiempo estuvieron ahí sentados, pero podrías haberte quedado por el resto de tu vida. Ni un capítulo inventado de Jamás Transada podría haber estado tan bien armado. Mientras lo tenías enfrente a él riéndose, con esa cara que la primera vez que la viste casi hizo que se te caiga la mandíbula y se te desenrolle la lengua hasta la avenida Montes de Oca, en el bar pasaban a Sinatra, y a Cerati, y él se levantó a pedir un tema, y mientras escuchaban “Amor en Pie” de Melero, sentiste algo raro y por vergüenza bajaste la cabeza, nunca lo habías visto mirarte así

Salieron a dar una vuelta y llegaron a la avenida cortada por el carnaval. La calle estaba llena de gente y ruido, y banderines y lucecitas de colores cruzaban el cielo de lado a lado. Por primera vez no odiaste febrero. Ahí te agarró de la mano para hacerte atravesar el corso, y supiste que con nadie podés sentirte tan contenta como con él.
Llegaron caminando hasta el parque Lezama, y se sentaron en un banco, frente al de la última vez. Le inventaron vidas a la gente que pasaba, y comentaron qué cosas permitirían y cuáles no si esos mocosos tirándose Rey Momo fueran sus hijos.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que se quedaran sin tema de conversación, y cuando por fin pasó, te besó.

Fue exactamente un año después. Nunca un beso te costó tanta sangre, sudor, lágrimas, y dinero.
Cuando te tenía abrazada no podías creerlo, no podías creer dónde estabas, tenías que disimular la sonrisa mientras lo besabas, y cuando se recostó y apoyó la cabeza en tus piernas te moriste. That’s it, that’s all. Estaban otra vez sentados ahí, en el lugar en el que lo dejaste, y en el lugar en que lo conociste.


Ya habían pasado horas entre que llegaste con los cachetes morados, escucharon a Sinatra, compartieron un helado de chocolate, cruzaron el corso, les tiraron espuma y terminaron en el parque. Este siempre había sido el final que querías, casi mejor que el de Jamás Besada.
Y entonces así, todavía pegajosos de espuma y helado, se fueron caminando juntos, a ver videos de Vinnie Colaiuta hasta que se hiciera de día.

9 de enero de 2009

Hemingway


Habíamos estado leyendo mucho a Hemingway. Se decía que París era una fiesta y queríamos corroborarlo, pero por más que nos apuráramos no íbamos a hacer a tiempo para ver esos cafés en los que él escribió, para ver la Closerie des lilas, no íbamos a poder llegar para encontrarlo curvado sobre su cuaderno tomando de una botella de Château Ségonzac.

Pasar la tarde de brasserie en brasserie , pedir ostras, pommes a l´huile, mouillettes au parmesan, fromage blanc au miel, y después ir al hipódromo y jugarle al caballo con el nombre más extravagante. ¿Seguirá prestándose París para eso? ¿Seguirá siendo tan amigable y brindando tanta impunidad al vagabundeo? Si queríamos vagabundear, esta era la edad para hacerlo, antes de que algo leído en un libro no fuera motivo suficiente para decidir un destino. París nunca iba a ser esa fiesta, pero pensábamos intentarlo, también podía ser alguna otra.



Nunca supe si a P le gustaba Hemingway o solo lo leía porque yo lo hacía, nunca me importó su sinceridad literaria tampoco, encontraba halagador que hiciera eso para acercarse a mí. Y así nos convertimos en aficionados a Tatie, a Hem, porque era casi un insulto negarle la familiaridad y llamarlo por su apellido. “Paris era una fiesta” se convirtió en nuestro libro. Durante un mes entero me levantaba a media mañana y escribía hasta que P se levantaba, con el gato subido al escritorio frente al balcón. Hacía poco en una revista había encontrado una foto de un gato sobre un escritorio frente a una ventana y una leyenda que decía “Creo que todo el día pienso en vos”, me pareció gracioso y la pegué en la pared frente a nosotros, el gato y yo. El gato no me apreciaba demasiado a decir verdad, creo que se daba cuenta de que mis favoritos eran los perros, y de que en el fondo yo le tenía miedo porque nunca podía saber lo que estaba pensando, pero a falta de otra compañía en estado de vigilia se quedaba conmigo. De común acuerdo actuábamos una amistad, como para hacer feliz a P.

Yo trataba de avanzar antes de que él se despertara, porque después ya no podía, elegía no hacerlo, escribir sale fácil cuando uno está solo, y ahora quería aprovechar el tener un motivo para no hacerlo.

Cuando se despertaba salíamos a almorzar, nunca tuve la costumbre del desayuno. Nuestro favorito era el Café Margot, pero a veces variábamos porque nos daba pudor que el mozo nos viera todos los días ahí. Después teníamos la tarde libre, entonces íbamos a caminar durante horas, y si el día estaba feo nos metíamos en algún cine.

Cuando nos cansábamos o cuando había demasiada gente nos volvíamos al bunker del cuarto piso. En verano no había mejor lugar para estar que ese, nos quedábamos toda la tarde en la pieza frente a la enorme ventana que da a la avenida y por la que se ve la silueta gris oscuro de los edificios de enfrente. Era maravilloso no tener obligaciones más que darle de comer al gato, aparte de eso podíamos hacer todo el día lo que nos viniera en gana, y mientras el sol aún estaba alto y la gente salía frenética de sus trabajos hacia el subterráneo nosotros leíamos en la cama, a Hem, a Kerouak, a Bukowski, a Tool, a Salinger, a Nabokov, esos eran nuestros ilustres amigos esos días. La luz se nos iba sin darnos cuenta, y cuando prendíamos la lámpara empezábamos a pensar en comida. Cuando P tenía ganas y no teníamos mucha hambre cocinaba él, yo solo me sentaba sobre la mesada y le daba conversación mientras él cortaba las verduras y revolvía las ollas.

Cenar afuera todas las noches excedía nuestro presupuesto, pero cuando queríamos ver un poco la noche y volver un rato a la realidad de la que la reclusión voluntaria y la lectura muchas veces nos alejaban, íbamos a algún restaurante del barrio y nos sentábamos junto a la ventana. La edad promedio del barrio superaba los 50 años, podían verse niños con regularidad, de hasta unos 15 años, pero de ahí en adelante la población pegaba un salto y no existían especímenes de las generaciones de 20, 30 o 40 años. Nos gustaba ser los jóvenes.

Volvíamos caminando por el boulevard en donde vivíamos, en el que los tilos forman dos hileras a los lados y despiden un olor que solo se percibe por las noches, cuando no hay tantas distracciones. Y siempre nos íbamos a dormir viendo en la tele algún dibujo animado, como para asegurarnos de que todavía no habíamos crecido del todo. Yo siempre me dormía primera porque el gato me esperaba para escribir.

Una tarde libre en Buenos Aires leyendo a Hemingway fue lo más cerca que alguna vez estuve de ese París y su fiesta.

2 de enero de 2009

Chau Felipe



Estabas sentada esperando el subte frente a un enorme afiche que rezaba "Si querés resultados distintos, no hagas siempre lo mismo" cuando pensaste en que de lo único que estabas hablando con hombres era de drogas, de Hunter S. Thompson y de música de los 60, y nunca lo habías hecho consciente, pero te diste cuenta de que ya estabas agotada, de que ya no podías soportar que alguien vuelva a hablarte de los libros que ya leíste, ni de la música que ya escuchaste mil veces, que te vuelvan a hablar de Zeppelin como si fuera la última gran cosa, de los Doors, ¡de Syd Barret! Y vos tampoco querés volver a usar el mismo guión para levantarte al mismo chico, y para vivir la misma historia. No lo podes creer, pero estás harta de Felipe.
¿Y qué si el nuevo Felipe trae cosas nuevas y no las que ya le viste hacer a tantos? ¿Y qué si Felipe es algo totalmente distinto a lo que estás tan cerrada y secretamente tan podrida?¿Y si Felipe en vez de encajar como un zapato en tu vida la da vuelta por completo?
Dejaste de sorprenderte, ya te sabés el itinerario de memoria, ya sabés todo sobre ellos, tu vida armada empieza con una charla sobre el mejor disco de Los Beatles y termina en un hijo con nombre de tema de Spinetta y un marido que vive encerrado en un ático escribiendo y dejándose crecer la barba, y vos como una especie de María Kodama que cobra derechos de autor y publica obras póstumas. Les escuchás usar las palabras “perenne“ y “postmodernismo“ y ya sabés dónde vas a estar en un año, y en cinco, y en diez. "Si querés resultados distintos, no hagas siempre lo mismo".

Empezás a cuestionarte seriamente por qué un chico increíblemente sexy no es tu estilo solo porque no estudia en Filosofía y Letras y porque hace deporte.

Felipe es muy lindo en la teoría, pero no funciona tanto en la práctica. Felipe solo es adorable, pero ser dos con Felipe es imposible. Felipe es un vestido hermoso en la vidriera pero con el cual no podés ni sentarte. La combinación que hace con vos lo hizo perder la magia. Con Felipe nunca vas a reírte a carcajadas, ni a imitar a personajes de Bob Esponja, con Felipe los silencios nunca son cómodos y la encargada de levantar el ánimo siempre sos vos. Estar con Felipe es una tortura que tenés que soportar solo para estar con él. Felipe es el más inteligente, el más ingenioso, el más culto, el más talentoso, pero ya no soportás tenerlo cerca.

Tal vez el verdadero Felipe no tenga un nombre tan principesco, ni un diploma de la UBA, ni te lleve dos años, ni le guste Bill Murray, pero Felipe se queda aunque estés de mal humor, y se ríe de tu ceño fruncido hasta que te olvidás de por qué te habías enojado. Ese es Felipe, aunque a veces use calzado abierto.

1 de diciembre de 2008

Hey Lloyd!, I’m ready to be heartbroken


Prólogo

No puedo articular mis pensamientos con respecto a Soda Stereo, puedo escribir o hablar de eso durante horas, de hecho he hablado del tema conmigo misma en reiteradas ocasiones, pero nunca logré entendernos.

Su música siempre me angustió, tal vez desde que escuché por primera vez “De música ligera” en Villa Gesell en 1990, cuando nos quedamos unos días en una casa heredada que compartía medianera con unos jóvenes de jean nevado. Soda Stereo me canta a gritos que tengo que ser feliz y yo todavía no puedo corresponderles. Me parece que no los estoy escuchando del modo correcto, que algo falta, que de algo me estoy olvidando, o que de algo me estoy acordando. Y entonces siento un vacío, y me entristezco sin razón aparente, hasta que por momentos los arpegios de Cerati son como hojas filosas que se me clavan sádicamente y siento el impulso de cambiar de canal, aunque los esté viendo en vivo. El problema no es que no me gustan, es todo lo contrario, me encantan, pero siento que los miro desde afuera.

Jamás entonces pude entender en qué era que me hacían pensar, ni por qué ellos y no otros, ¿por qué no angustiarme escuchando Otis Redding o The Cure, como el resto de los mortales? ¿Por qué con Final Caja Negra o con Texturas, que poco tienen de esos temas para lamentarse mientras se divisa el fondo de la botella. ¿Me harán acordar a Ciudad Universitaria, el mal de todos los males?, ¿a Palermo?, ¿a River?, ¿al resorte que me compré y perdí esa vez en Villa Gesell?, ¿a mi infancia?, ¿al 160? No, ninguna de esas cosas es tan traumática como para estar sacándola a colación cada vez que los escucho. No pude pensar en nada ni nadie que amerite semejante angustia frente a Soda Stereo.
Sin embargo ese sonido tiene algo que me revuelve el inconciente (un caldo de cultivo para cualquier infección, vale destacar) y en algo, desconocido, incomprensible y lejano me hace pensar.

Con el tiempo me resigné a aceptar que nunca voy a disfrutar de Soda Stereo en paz, como debería. Sus temas tienen todo para hacerme estallar de felicidad, y esa cualidad por alguna razón me resulta tremendamente melancólica.


Capítulo 1

…Es un chico que piensa en inglés
y una vieja nostalgia en gallego,
es el tiempo tirado en cafés
y es memoria en la Plaza Dorrego.
Es un pájaro y un vendedor
que rezongan con fe provinciana.
Y también es morirse de amor
un otoño en el Parque Lezama.

Vals municipal, María Elena Walsh



Para la tercera clase ya habías aceptado que la música te importaba un kinoto y que lo único que te interesaba era verlo a él. Todos los días agradecés al Señor (El Señor es el amigo que te obligó a retomar las clases) el haberte enviado a tocar su puerta.
Comportamientos que habían quedado sepultados bajo la era de la madurez vuelven para recordarte lo que era mirar a un hombre más acá del cerebro, y cada vez que se te adelanta y te da la espalda, esa espalda en la que podrías instalarte con todas tus pertenencias, no podés evitar morderte los labios y, rogando a Dios que no se de vuelta, gritar en voz imperceptible “¡Te amo!”. O cuando se te acerca mucho y respirás su olor, evitando caer inconsciente y deseando retener ese aroma para siempre. Y si se te pone atrás y te agarra el brazo para corregir tu desgraciada postura, perdés el hilo de lo que estabas haciendo y te quedás dura fingiendo lastimosamente que no podés seguir el ritmo, cuando en realidad lo que no podés es ser tocada por él y funcionar al mismo tiempo.
Y no es solo que todo él parezca haber sido cincelado por el mismísimo Miguel Ángel en un día inspirado; es gracioso, y se ríe de tus chistes, y tiene buen gusto, y se llevan muy bien, y es inteligente, y toca mucho mejor que la metalera. Claramente es Felipe, y parecen no poder pasar mucho tiempo alejados. Cuando llegás a su casa ninguno de los dos puede ocultar la sonrisa, y en tu cabeza ves dos cachorritos intentando en vano dejar la cola quieta. No estar juntos no cambia las cosas. Volvés de la clase y ya están chateando, y hablando de los Stones, y de Bukowski, y de Shell Beach

Ahora todo lo que hacen tiene una doble lectura, todo es la metáfora de algo que aún no pueden llevar a cabo. Entonces se te sienta al lado, e imponiendo autoridad de profesor te pide que repitas todo lo que él hace, y se ponen a tocar el mismo instrumento, al mismo tiempo, y sin ponerse de acuerdo, entre miradas y sonrisas, van acelerando el ritmo al unísono, con una sincronía perfecta, y nadie dice nada. Y se escucha ruido, ruido, ruido, y siguen, más rápido, más fuerte, ni una palabra, se ríen y siguen y siguen y siguen haciendo ruido, y nadie se rinde, a ver quién dura más, y lo mirás y te está mirando, y descubrís con pudor que estás transpirada y muerta de calor, y lo seguís, más rápido, hasta que en el paroxismo del bullicio, la velocidad y el cansancio alcanzan su límite, ya no pueden sostenerlo y juntos paran agotados. Será la carencia de la cosa real, pero te cuesta creer que lo que acaban de hacer no haya sido sexo.

No le decís nada y vas de sorpresa a verlo tocar a un festival hippie, o naturista, o buda o algo así.
Llegás caminando por Figueroa Alcorta escuchando Soda Stereo y fantaseando con mandarle algún mensaje ingenioso que solo a vos y a él les cause gracia, con que venga a hablarte después del show, con finalmente estar con él fuera del ambiente de la clase donde vos siempre vas a jugar de visitante, y sí, por más infantil que suene esperar que suceda en un festival diurno que incluye una clase gratuita de yoga, también fantaseás con que te bese.

Tirada en el piso, viendo una ronda de krishnas con polleras bailando alrededor de un grabador y escuchando “Pasos”, se te acerca una chica y te pregunta si puede sacarte una foto, así, con la ropa de medio otoño de tu abuela. Gracias Señor (esta vez al verdadero), esa era la señal que necesitaba.

Él está en el escenario y no podés dejar de mirarlo y de sonreír como una idiota, y jurás que entre temas se vuelve para tu lado e intenta cruzar miradas. Lo mirás todo el recital, conteniendo la sonrisa, pensando en lo lindo que es, en lo increíblemente lindo que es, y en que increíblemente parece estar dándote bola, e increíblemente va a terminar siendo tu novio. Hace tiempo que tu sonrisa no era tan genuina y autónoma como ahora mientras contemplás tu futuro.

Al final del show esperás a verlo con el estómago revuelto. Te ponés más perfume, te comés un paquete entero de caramelos de menta, y lista para un beso te parás como si estuvieras ahí de casualidad y ni esperaras encontrarte a tu príncipe Felipe.
Pero cuando sale de atrás del escenario hay algo raro en él, hacés tu esfuerzo más grande por creer que se trata de un nuevo corte de pelo, pero no podés sostener la negación mucho tiempo antes de reconocer que está acompañado por una ecuatoriana con un paraguas de juguete. Puede ser la hermana, o una amiga, o.
Allá quedan tus siempre predispuestas esperanzas cuando lo ves irse abrazado a la ecuatoriana, entre luces de colores, el clima de otoño, la noche que cae, una flor gigante y el tema de Soda Stereo que te correspondía a vos. Y mientras se aleja, tan alto, con esa espalda por la avenida Alcorta, asistís a los funerales de tu nuevo enamoramiento.

Ahora te gastás todas tus monedas en panes rellenos para lograr que tu estómago se sienta peor que tu cabeza y te ayude a olvidar la decepción a fuerza de rúcula y fiambre de procedencia dudosa. Quién pudiera ser uno de esos alegres krishnas.

Era evidente que era muy lindo para tus posibilidades, tendrías que tener mucha suerte para que un chico así se fije en una chica simplona como vos. Guardás en tu bolso de mimbre los recuerdos del futuro juntos y todas esas fantasías y alicientes para pasar el invierno. De vuelta a los gnomos y al estudio, de vuelta al profesor y la alumna, de vuelta a la escuela de rock.


Capítulo 2


Bajan del ascensor y te tenés que despedir. Él se queda quieto esperando que vos te acerques, así que te arrimás y lo besás en la boca. Hasta el miércoles. Y te vas.
Bajan del ascensor, te tenés que despedir. Él se queda quieto, le das un beso en la mejilla. Hasta el miércoles. Y te vas. Nunca te vas a animar.

Esa hora que pasás con él es la mejor de tu semana, es la que hace que te levantes de la cama en invierno, la que hace que salgas el fin de semana, y que te alegres cuando éste por fin termina. Sabés que lo viste acompañado de una ecuatoriana con un paraguas de juguete, pero ya llegaste a un punto sin retorno en el que ni siquiera te importa. No podés evitar seguir metiéndote más y más. Tal vez sería más fácil si él no contribuyera como lo hace. Pero tampoco puede evitarlo, y desembocan en horas eternas haciéndose compañía por Internet, en insostenibles miradas y roces durante la clase, y en una complicidad evidente que hace que cuando se encuentran en un recital, él olvide a sus amigos, se te pare al lado y te pregunte jocosamente si vas siempre ahí, y de repente en ese lugar no hay absolutamente nadie más que vos y él. Y se ríen de todo, y te gusta saber que se divierte con vos, y te gusta ver que te divertís con él, y te gustaría que todos los días fueran así, con él, riéndose como dos nenes para quienes no existe el resto del mundo.

Durante la semana es el chico con el que flirteás, una hora a la semana es tu profesor. Ciruela de día, banana de noche.
Por un instinto de autopreservación te dijiste una y mil veces que él no podía sentir algo por vos, que era físicamente imposible que él te encontrara atractiva, que de seguro estabas viendo lo que querías ver y que si percibías algo era tu propio deseo el que te causaba el delirio. Quisiste evitar así ilusionarte como solo vos lo sabés hacer, enamorarte hasta la médula, hacer planes de acá hasta el día de tu muerte, y después estrellarte la cabeza contra una pared de hormigón armado. Pero estaba ahí frente a tu enorme nariz, empezá a rendirte tributo a vos misma porque este pibe te está dando bola.
El tiempo vuela cuando uno se divierte, pero los meses de que cada clase sea una cita, y de irte a tu casa sin un beso comienzan a hacer mella en vos y a convertirse en un desgaste. Sí, él cada día te gusta más, pero no podés aguantar otro día de pagarle y de salir de su casa exactamente igual que como llegaste. No soportás la angustia que cae sobre vos en el momento en que ya te alejaste 50 metros de su puerta, sabiendo que es el momento de la semana que más falta para volver a verlo y acallando el ridículo impulso de volver corriendo para estar con él un rato más.
Es ahora, la fruta ya está madura, sus conversaciones, cómo hablaron todos los días de la semana, cómo busca cualquier excusa para tocarte, cómo se mandaron mensajes todo el sábado mientras veías a Los Álamos pensando en que tal vez la próxima vez que los vieras él estaría ahí con vos (y ahora en la distancia, jurarías que estuvo), todo eso te huele a que esta por fin va a ser tu última clase, y millones de terminales nerviosas en tu narizota no pueden estar equivocadas.
El miércoles llegás con la tarea sin hacer, obligándolo a que rediseñe el programa académico del día y que invente algo. La cabeza se te prende fuego de la cantidad de cosas que te imaginaste.
Al rato estás tirada en su cama, y él tirado en el piso, al lado tuyo. Pone “Un misil en mi placard” y ahí se quedan, mirándose muertos de incomodidad, hablando de bueyes perdidos, mientras a alguien de la cuadra se le ocurre hacer un show de fuegos artificiales. Y entre la pirotecnia que se cuela por la ventana y el plugged de Mtv te avivás de que es a él. A él te hace acordar Soda Stereo, a él te hizo acordar toda la vida, en ese lugar y en ese momento estabas pensando cada vez que los escuchabas, esa era tu nostalgia. Ahí mismo por primera vez Soda Stereo te hizo feliz.

El destino ya agotó todos sus recursos para verlos juntos. Cualquiera creería que la ironía de los fuegos artificiales sería señal suficiente, que nadie, por más cínico que sea podría resistirse a ese momento. Pero no, esa noche otra vez te fuiste a tu casa como llegaste.
Se te mezcla la belleza del contexto con la frustración de que no haya pasado nada y que él siga siendo tu profesor, y de tener que pagarle, y de tener que volver a pasar por esto una y otra vez, y de vivir pensando que puede ser hoy, pero que no lo sea, y de extrañarlo desquiciadamente, y de las ganas de meterte en la cama con él durante semanas. No, esa fue tu última clase.

Entonces te dice que le gustás, que le encanta estar con vos, pero ahora está con una chica, y le costó controlar sus impulsos, y fue muy histérico de su parte, y te pide perdón, y no quiere que seas una aventura, no sos una chica para hacerle eso, y no quiere arruinar lo que tienen y perderte, y no necesita cobrarte, pero quiere que sigas yendo. Pero ahora ya cruzaron la línea, no podés ir más. No vas más.
Cortás el teléfono con un sabor agridulce; por un lado es lindo pensar que lo suyo es un amor prohibido, un amor destinado que se ve frustrado por la malvada del paraguas de juguete, pensar que le interesás lo suficiente como para no haber podido quedarse en el molde, más allá de la ecuatoriana, y más allá de que es tu profesor. Al menos sabés que le gustás, y que en este momento él también debe tener ganas de estar con vos. Por otro lado, la prefiere a ella. Prefiere a una ecuatoriana de 18 años, que lo engañó, que se acuesta con mujeres, con la cual ya ni siquiera se lleva bien, y cuya inteligencia reconoce saber nula al compararla con vos.
No quiere que seas una aventura, no sos una chica para hacerle eso. No sos una chica para hacerle nada... No sabés para qué te sirve ser la inocente de ojos grandes.
Y todos van a atinar a consolarte y decirte “Bueno, ya se te va a pasar, ya te vas a olvidar” pero la verdad es que no querés, no querés olvidarte, no querés tomarte un café para no tener sueño, querés dormir, querés sacarte las ganas, no querés esperar a que se te pasen.
Te dormís con la ropa puesta y la luz prendida escuchando Snow Patrol mientras pensás en cuánto mejor la pasarías si tuvieras 18 años y fueras ecuatoriana.


Capítulo 3


Te despertás después de 10 horas de malogrado sueño. Sentís como si te hubieran martillado la cabeza y tenés los ojos hinchados como los de un gatito recién nacido. Por primera vez dejás que la perra se suba a la cama porque realmente necesitás el abrazo de alguien. No podés creer lo que pasó ayer, no podés creer que le gustás, no podés creer que se terminaron tus clases, y no podés creer que no lo vayas a ver más, que a partir de ahora ya no tengas nada que esperar los miércoles.
Pasa el mediodía y todavía no podés decidirte a salir de la cama, entonces te ponés a leer, para distraerte un rato concentrándote en las desgracias ajenas, y así no tener que hablar o escuchar sonido alguno, porque no podés. Antes de que caiga la noche ya te leíste La insoportable levedad del ser, y en cuanto lo terminás empezás La lucha contra el miedo, la autobiografía de una escritora que se pasa el día entre sus sesiones de terapia y sus problemas para conseguir hombres.

El sábado a la noche ya no recordás cuanto hace que no te ponés ropa de calle. Tu plan es ver la película que te regalaron para tu reciente cumpleaños, para el que él te saludó. Después de estar inmersa 20 años en la Praga comunista y 5 años acompañando a una escritora neurótica parece que de todo eso hiciera una eternidad, pero no. No podés ni entrar a la habitación en la que ensayás, ni mirar ese pedazo de chatarra sin odiarlo.
Podría ser, pero no. Ese pensamiento, unido al de tu mala suerte y tu mal timing te carcomen la cabeza.
Te tirás a ver 9 Songs deglutiendo tu última porción de torta de cumpleaños. Pero pasar un sábado viendo a una pareja teniendo sexo explícito mientras van a ver bandas te hizo dar cuenta de la gran cocaine decision que tomaste. Comprendés que lo que te tiene así, hecha un pollo deshuesado, no es que no puedan estar juntos, es saber que nunca más va a ser miércoles con él al lado. No podés pasar más de una semana sin verlo, y no tenés interés en aprender nada nuevo si no es con él. No podés imaginarte con un profesor nuevo, un Manuel Wirtz con el que sólo vayas para aprender, y que sólo te reciba para cobrarte. Que te vean tocar mal es cómo que te vean desnuda, y te gustaba que fuera él el que estuviera ahí.
Estás haciéndosela demasiado fácil dando un paso al costado y abandonando la contienda para que siga viviendo esa mentira con la ecuatoriana. No podés desaparecer justo ahora que se reconocieron gustarse, ahora que ya no es un secreto y que cuando estén frente a frente vas a saber que él quiere, y él va a saber que vos querés. Eso sí es mal timing. No querés ser la única boluda que está sola en casa viendo pornografía. Pagarle y no poder besarlo era una mierda, pero definitivamente no era peor que esto.

El miércoles a las 7 de la tarde no hacés más que pensar en él, y esperar que él esté pensando en vos. Por más que 48 horas después de decirle que te ibas ya te habías arrepentido, esperás una semana antes de decírselo, para que vea lo que es no tenerte, para que tenga tiempo de desear que estuvieras ahí, para hacerte rogar un poco y disimular que si pudieras le estarías alrededor como una mosca. Creés que vas a darle la sorpresa cuando le avisás que volvés, y él te la da a vos cuando te dice sin vergüenza y sin rodeos que a las 7 no hizo otra cosa que quedarse mirando el portero eléctrico. Y de todas las imágenes que se te habían ocurrido, ninguna puede haber sido más tierna que esa.
La única persona más contenta que vos, es él. Después de una semana, volvés.


Capítulo 4


Volvés. Y después de un rato de incomodidad, todo es igual que antes pero más exagerado. Empiezan a llevar adelante un noviazgo platónico, pero vos por lo pronto no notás la diferencia. Te manda mensajes para contarte dónde está todos los viernes, sábados y domingos, para despertarte los días de semana a las 3 de la mañana, para preguntar como estás de la gripe, y para que te conectes porque tiene ganas de hablar con vos. No podés ver películas en la computadora que enseguida aparece su ventana.
Y vos encantada, hace un mes que estás viviendo en una nube de pedos, escuchando Soda Stereo todo el día sabiendo que mientras te estás tomando un gin tonic rodeada de parejas besuqueándose él está pensando en vos, que hasta cuando dormís está pensando en vos.
En medio de todo eso se ultima la ya precaria relación con la ecuatoriana. Chau piba, no te olvides el paraguas, gracias por venir. Lo dejás que haga su duelo tranquilo, si ya esperaste todo este tiempo no vas a arruinarla avanzando en medio de su depresión, no tenés ningún apuro.
Mientras tanto, lo que sea que hagas te hace feliz, ninguna salida es demasiado patética, ni siquiera la vieja y querida quedarse en casa de tu vecina tomando Coca Cola y viendo videos de Pimpinela en Youtube.
Ya llegaron al punto de que te quedes con él después de clase viendo películas en el sillón, y vos deseás que haya una escena de sexo, y rogás, cada vez que se da vuelta a ver si te reís, que se acerque un poco más y te toque un pecho fingiendo que busca el control remoto.

Te la pasás el día soñando con el momento en que vayas de imprevisto a visitarlo al trabajo, pobre Cristo, a llevarle té de canela en un termo y una canasta llena de panecillos recién horneados. Y como para fantasear sos mandada a hacer, pasás por una vidriera con instrumentos musicales en miniatura, y antes de llegar al próximo semáforo ya imaginaste a tus hijos con alguno de esos, y al padre dándoles clase mientras vos mirás enternecida desde la laptop en la que escribís una columna para Luna Teen. Y pensás en la próxima navidad, en la que juntos vayan a adoptar una gatita para que le haga compañía a tu mejor amigo, y se la regalen en una caja con un moño que diga “Estela”.
Que no sea tu novio es sólo un tecnicismo, todavía disfrutás de ese placer retrasado, de seguir extendiendo el período de deseo, sabiendo que la tensión se corta con espátula y de seguir sumándole a esa espera que cuando se termine va a ser como Disney en el día de gracias.

Ese fin de semana planeabas quedarte en casa viendo “Sweet Charity, las aventuras de una chica que quería ser amada” pero decidís a último momento movilizarte a pesar del paro de colectivos e ir a una fiesta en la casa de Los Natas. Pura y exclusivamente porque es en la esquina de la casa de él, y no sabés bien para qué, pero querés estar ahí. Probablemente para tenerlo presente toda la noche y así realmente disfrutar de la salida. Y esta noche también se escriben, y están a 50 metros. Y salís al balcón y ahí está, en la esquina, de traje, corbata y sombrero, como un galán de los años 40. Mira para arriba, se saca el sombrero, te saluda, y es la imagen más hermosa que recordás haber visto. Es el día de hoy que mirás esa esquina y lo ves.
Nada hace aflorar tu animosidad ahora, ni la cumbia peruana ni las botellas de gaseosa cortadas al medio ni que te pisen las botas. Estás de tan buen humor y te gusta tanto esa fiesta que te ponés a hablar con cualquiera, y hasta tomás Fernet de un Tupper y bailás temas de Lía Crucet hasta que se hace de día. Incluso se te acerca un pibe y te da la mano para felicitarte por ser la chica más hermosa de la fiesta, ¿tendrá algo que ver que estas cosas siempre te pasan cuando estás cerca de él?
Los 30 pesos de taxi que pagaste para hacer esas 30 cuadras ida y vuelta valieron la pena, aunque si hubieran sido $300 también lo hubieran valido, solo por verlo a él como Humphrey Bogart saludándote desde abajo del balcón, como en Casablanca…“Siempre tendremos Constitución”.

Pero cuando el Fernet se diluye al día siguiente, algo empieza a hacerte ruido. ¿Por qué todavía no pasa nada?, ¿por qué no se animó a entrar a la fiesta, se volvió a la casa y se durmió vestido?, ¿por qué ven películas solos y con la luz apagada y lo único que te da es tarea y un libro de historietas? Empezás entonces a darte cuenta de que todo este tiempo estuviste siendo cómplice de la histeria. Al principio era tu profesor, después estaba con la ecuatoriana, después estaba deprimido y sin la ecuatoriana, y ahora está enfrente, y ya no hay nada que les impida cruzar la calle.
Sabés que cuando le decís basta no pasan dos días y ya te estás rematriculando, pero ahora llegaste a tu límite, soportaste estoicamente la presencia de la ecuatoriana esperando que llegue tu hora, pero no podés hacerlo de nuevo. No podés seguir yendo a su casa para entretenerlo, alterarle las hormonas, y encima, ¡pagarle! Darle plata es cada día más humillante, para vos claro, él por otro lado sigue siendo el más vivo de la cuadra.
Ese miércoles volvés a ir con la tarea sin hacer, pero por las dudas llevás los apuntes en caso de acobardarte a último momento y abortar la misión.
Cuando estás por cruzar la calle pensás que ya está, estás a 10 minutos del éxtasis o la desgracia, pero sea cual sea en 10 minutos tu vida va a ser otra. Pensás en no tocarle el timbre, en sólo correr en dirección opuesta a su casa y después mandarle una postal diciendo que no podés ir más y que no intente contactarte. Pero decidís ser el adulto.

Cuando te abre la puerta volvés a estar muda, como la primera vez que entraste ahí, en la que creíste que no ibas a sobrevivir. Y le vomitás que no, que no hiciste la tarea, y que no la vas a hacer más, que ya no pueden seguir así porque no es serio, que para vos es cada vez más ridículo pagarle, y que el que está propiciando todo eso es él, no vos, y que por una vez dijera algo, en vez de hacer que siempre seas vos la que diga las cosas. Entonces prefiere salir a dar una vuelta, para estar más tranquilos, o para ganar tiempo. Y cuando lo ves pellizcarle el brazo a su mamá camino a la puerta, ya sabés lo que va a pasar.
Se sientan en un banco de parque Lezama y te dice lo que ya sabés, que le gustás, que le interesás, que no puede evitar buscarte de las maneras boludas en las que lo hace y que desde la primera clase que siente que hay algo, pero que no sabe estar bien con una chica, que sus últimas relaciones terminaron mal, y que entonces prefiere no engancharse, y que le da miedo dar ese paso, y que nunca quiso meterse con vos para no arruinar todo, y al final ahora ya no tiene nada. La situación hubiera sido hermosa si hubiera sido diferente, el mismo lugar en el que lo viste por primera vez, en invierno, entre los árboles pelados, cayendo la noche y con los perros, y los viejos y las hojas dando vueltas, y él preguntándote en qué estás pensando, y hablando de cosas de las que nunca habían hablado, pegados para no sentir el frío, pero tenía toda la tristeza de esas conversaciones que uno sabe que van a ser la última, y que todo lo que alguna vez se le pasó por la cabeza no va a pasar. Aún en una situación como esa la estaban pasando bien juntos, ¿cómo no querer hacer eso todos los días?
Después de tantos meses, se dan un beso, lo acompañás a su casa y se despiden.



A partir de ahora se sucederán varias etapas, la primera de ellas es la tristeza.
Con otras no hay dudas y no hay vueltas, siempre es con vos. Te parece que sos incapaz de hacer que alguien esté seguro, que sos incapaz de suscitar la decisión suficiente. Estás podrida de estar siempre lista y terminar teniendo que superar todo, pensando que otra sí, pero vos no. Evidentemente con la ecuatoriana no tuvo esa disyuntiva, no tuvo tantas dudas, no hizo tantos planteos ni se asustó tanto. Será que al lado de ella, o ellas, siempre sos una opción mas dudosa, o directamente sos la persona menos oportuna del mundo, y siempre llegás o muy tarde, o muy temprano. Tal vez seas vos la que obra mal, que al verlos indecisos sacás la bandera blanca y enseguida te retirás, en vez de llegar a las últimas consecuencias por decidirlos. Pero ese en realidad no es tu trabajo.
Y no es que te enganches con hombres incapaces de estar con una mujer o de tener una relación, sólo son incapaces de tenerla con vos.

Le sigue la Indignación. Indignación por haber sido el juguete de un deportista de la histeria que debería haber sabido desde un principio qué quería y qué no. E indignación porque no entendés de donde sale esa soberbia masculina que los lleva a temer que una inevitablemente se vaya a enamorar de ellos y vaya a querer atraparlos para que vengan a comer fideos el domingo con la abuela y luego devorarlos despiadadamente como una mantis. Y esa tendencia es aún más inexplicable dada la naturaleza insegura que los caracteriza. No podés evitar llevar este drama a tu sesión de terapia, creyendo que tenés entre tus manos la pregunta fundamental de la humanidad, a lo que tu analista responde, muy tranquila y suelta de cuerpo, que no tiene miedo de que te enamores de él, tiene miedo de enamorarse de vos. Y que si elige a la ecuatoriana tilinga (lo de tilinga es una licencia creativa de la escritora) de 17 años es porque ella no presenta ese peligro, y que si te descartó, fue exactamente por los rasgos positivos que vio en vos. O sea que ahora podrían estar juntos, como en el recital, o en el parque, o como cuando se quedaban viendo películas, podrían estar haciendo mil cosas que no hacen (y NO, no te referís a casarse o a ir a comprar un juego de platos) porque él tiene miedo.
De nada te sirve saber que en su cabeza sos el modelo de la madre de sus hijos si en la vida real no se anima a tocarte.
Que alguien te guste, y a esa persona le gustes, y la pases bien con ella, y estés solo, y aún así tomar la decisión de no estar con ella, es algo que tu mentalidad femenina nunca va a comprender. Más miedo te da que sea un viernes a las 3 de la mañana y que estén los dos sentados frente a la computadora escuchando Soda Stereo sin nada mejor que hacer, cada uno en su casa.
Y finalmente el cinismo. No es sólo por esto, es el peso acumulado de uno y otro hombre, de una y otra relación que se va sumando, y ya no sabés cuanta paciencia más tenés antes de llenarte de cinismo y descreimiento, y de comenzar a desconfiar de todo y de todos. A veces te pudrís y pensás que deberías retirarte, ahorrarte la angustia y aceptar que no naciste para esto. Pero siempre entre engancharte y darte la cabeza contra la pared, o no engancharte y estar tranquila, preferís engancharte, porque te parece que guardarte y andar con cuidado sería no vivir, sería plastificar los sillones y preservarlos para el más allá. Será doloroso pasar por todas estas etapas, o quedarse días leyendo sin emitir palabra, y eventualmente tener que olvidar, pero todos esos viajes en subte escuchando los Ramones pensando en él y mirando con sorna a los pasajeros refunfuñantes, lo justifican. Haberlo visto del otro lado de la calle saludándote con el sombrero lo justifica. Haberle dado un beso lo justifica. Y como decía Macaulay Culkin en Mi Pobre Angelito; si uno cuida tanto sus patines, cuando los quiera usar van a quedarle chicos. Hey Lloyd, I’m ready to be heartbroken.