9 de enero de 2009

Hemingway


Habíamos estado leyendo mucho a Hemingway. Se decía que París era una fiesta y queríamos corroborarlo, pero por más que nos apuráramos no íbamos a hacer a tiempo para ver esos cafés en los que él escribió, para ver la Closerie des lilas, no íbamos a poder llegar para encontrarlo curvado sobre su cuaderno tomando de una botella de Château Ségonzac.

Pasar la tarde de brasserie en brasserie , pedir ostras, pommes a l´huile, mouillettes au parmesan, fromage blanc au miel, y después ir al hipódromo y jugarle al caballo con el nombre más extravagante. ¿Seguirá prestándose París para eso? ¿Seguirá siendo tan amigable y brindando tanta impunidad al vagabundeo? Si queríamos vagabundear, esta era la edad para hacerlo, antes de que algo leído en un libro no fuera motivo suficiente para decidir un destino. París nunca iba a ser esa fiesta, pero pensábamos intentarlo, también podía ser alguna otra.



Nunca supe si a P le gustaba Hemingway o solo lo leía porque yo lo hacía, nunca me importó su sinceridad literaria tampoco, encontraba halagador que hiciera eso para acercarse a mí. Y así nos convertimos en aficionados a Tatie, a Hem, porque era casi un insulto negarle la familiaridad y llamarlo por su apellido. “Paris era una fiesta” se convirtió en nuestro libro. Durante un mes entero me levantaba a media mañana y escribía hasta que P se levantaba, con el gato subido al escritorio frente al balcón. Hacía poco en una revista había encontrado una foto de un gato sobre un escritorio frente a una ventana y una leyenda que decía “Creo que todo el día pienso en vos”, me pareció gracioso y la pegué en la pared frente a nosotros, el gato y yo. El gato no me apreciaba demasiado a decir verdad, creo que se daba cuenta de que mis favoritos eran los perros, y de que en el fondo yo le tenía miedo porque nunca podía saber lo que estaba pensando, pero a falta de otra compañía en estado de vigilia se quedaba conmigo. De común acuerdo actuábamos una amistad, como para hacer feliz a P.

Yo trataba de avanzar antes de que él se despertara, porque después ya no podía, elegía no hacerlo, escribir sale fácil cuando uno está solo, y ahora quería aprovechar el tener un motivo para no hacerlo.

Cuando se despertaba salíamos a almorzar, nunca tuve la costumbre del desayuno. Nuestro favorito era el Café Margot, pero a veces variábamos porque nos daba pudor que el mozo nos viera todos los días ahí. Después teníamos la tarde libre, entonces íbamos a caminar durante horas, y si el día estaba feo nos metíamos en algún cine.

Cuando nos cansábamos o cuando había demasiada gente nos volvíamos al bunker del cuarto piso. En verano no había mejor lugar para estar que ese, nos quedábamos toda la tarde en la pieza frente a la enorme ventana que da a la avenida y por la que se ve la silueta gris oscuro de los edificios de enfrente. Era maravilloso no tener obligaciones más que darle de comer al gato, aparte de eso podíamos hacer todo el día lo que nos viniera en gana, y mientras el sol aún estaba alto y la gente salía frenética de sus trabajos hacia el subterráneo nosotros leíamos en la cama, a Hem, a Kerouak, a Bukowski, a Tool, a Salinger, a Nabokov, esos eran nuestros ilustres amigos esos días. La luz se nos iba sin darnos cuenta, y cuando prendíamos la lámpara empezábamos a pensar en comida. Cuando P tenía ganas y no teníamos mucha hambre cocinaba él, yo solo me sentaba sobre la mesada y le daba conversación mientras él cortaba las verduras y revolvía las ollas.

Cenar afuera todas las noches excedía nuestro presupuesto, pero cuando queríamos ver un poco la noche y volver un rato a la realidad de la que la reclusión voluntaria y la lectura muchas veces nos alejaban, íbamos a algún restaurante del barrio y nos sentábamos junto a la ventana. La edad promedio del barrio superaba los 50 años, podían verse niños con regularidad, de hasta unos 15 años, pero de ahí en adelante la población pegaba un salto y no existían especímenes de las generaciones de 20, 30 o 40 años. Nos gustaba ser los jóvenes.

Volvíamos caminando por el boulevard en donde vivíamos, en el que los tilos forman dos hileras a los lados y despiden un olor que solo se percibe por las noches, cuando no hay tantas distracciones. Y siempre nos íbamos a dormir viendo en la tele algún dibujo animado, como para asegurarnos de que todavía no habíamos crecido del todo. Yo siempre me dormía primera porque el gato me esperaba para escribir.

Una tarde libre en Buenos Aires leyendo a Hemingway fue lo más cerca que alguna vez estuve de ese París y su fiesta.

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