15 de julio de 2009

La Odisea


Después de mucho tiempo habías vuelto a hablar con Él. Te había escrito para ver en qué andabas, algo que no cuadra en tu rutina diaria, porque no son amigos, no es el tipo de persona a la que le podés escribir para contarle que te diste la vacuna de la gripe o para avisarle que están dando Harry Potter en Cinecanal. Pero te escribió, y chatearon 10 minutos que todavía estás rumiando. Diez minutos que no significaron nada pero que a vos te elipsaron los últimos cuatro meses.
La noche en la que te escribió habías soñado con él. Habías soñado que te lo encontrabas y estaba con una chica, no le dabas importancia creyendo que era alguna atorranta que recién conocía, hasta que los viste irse de la mano, y ahí agarrabas un vaso de cristal lleno de Cindor y lo estrellabas contra la pared, para que te vieran. Y te veían, como si fueras una loca.
Ese mismo día habías salido a hacer las compras, y en una esquina viste a un chico alto, de barba, sacando fotos con una réflex. Podía ser él, se parecía a él. Y se te hizo un nudo en la garganta, era lo más parecido a él desde la última vez que lo viste. Te pusiste a pensar si también se acordará de vos tan seguido, y asumiste que no, que ya lo debe haber superado.

Así que su mensaje calmó un poco tu miseria, al menos no sos la única que lo piensa más que de vez en cuando. No sabés cómo hace, pero siempre aparece justo cuando más lo extrañás, cuando estás a punto de cometer alguna animalada que involucre lluvia, un grabador y un cassette de Peter Gabriel.
Te contó que se mudó, lejos, muy lejos, lejos de la posibilidad de encontrártelo. Ya no va a ser el amo y señor de la ciudad, las esquinas ya no van a tener canas y barba, los colectivos ya no van a pasar por su casa, ni el subte C va a ir a su barrio.
Haber hablado con él te deja una sensación rara, te volvieron un montón de cosas, extrañás horrores el año pasado, y recordás cómo más o menos a esta altura y bajo este clima estaba pasando tal o cual cosa, cómo todos los días del invierno es el aniversario de algo, de pelotudeces, pero de pelotudeces que ahora pagarías por tener.

El domingo te levantás para ir a tocar, después de soñar toda la noche con que te robaban la tarjeta de débito y te sacaban todos los ahorros para irte a vivir sola; te dejaban 100 pesos y tenías que quedarte a vivir con tu mamá, para siempre. Cada media hora te despertabas y volvías a soñarlo. Ni con la más retorcida pesadilla infantil, ni cuando soñabas con el zoológico zombie te aterraste tanto como con eso.
Te tomás el colectivo hasta Retiro para encontrarte con tu banda e ir a tocar a Derqui en un festival punk donde seguro van a ser el hazmerreír de la tarde y los van a abuchear por putos. No había probabilidades de salir airosos, no era, definitivamente, una buena idea hacer esa fecha, pero hay que tocar en donde sea, y fuiste.
Vas llegando a la estación inmersa en ese pensamiento de saberte yendo al muere cuando te das cuenta de que no tenés la cartera, te la dejaste en el 115.
Corrés desesperada hasta la terminal mientras llamás al banco para bloquear la tarjeta, tu amada tarjeta, tu pase a la libertad, y llamás a casa, solo para que te den apoyo moral, para que te digan qué hacer, porque después de todo en situaciones como esta, todavía atinás buscar algo que te haga sentir en casa y a clamar “mamá”.
Por unos minutos se te cruza toda tu vida (la que cabe en la cartera) por delante, hasta que después de correr siete cuadras divisás un 115 vacío, el chofer baldeando, y tu cartera, negra y sucia como siempre esperándote ahí. Fue un milagro.
Que el día haya empezado así de accidentado puede anunciar dos cosas, que de acá en adelante solo puede empeorar, y que la jornada va a estar signada por la desgracia, o que si el día empezó así de mal es porque indefectiblemente tiene que mejorar, y realmente lo va a hacer.
Ahí estás entonces, 25 minutos tarde, con Martín y Bernardo, tu banda, en la entrada de la estación Retiro, transpirada, despeinada y con todo el maquillaje corrido. Apenas pasaron las 12 del mediodía.

La última vez que tomaste un tren fue en el 2001, era una tarde de sol, tenías pegada una canción de Abba y estaba mamá.
Ahora el cielo está horrible y en el andén hay un grupo de punkies (punkies de los verdaderos, de esos que harían a un hooligan desdentado verse como el Teletubbie rojo) que ya los está mirando como si fueran unos maricas llevando portacosméticos con forma de instrumentos.
Los punkies, de perfil alto y con portación no solo de rostro sino de botellas de Fernet con cola, se suben al furgón; “Nada de asientos para nosotros”. Tu plan es subirte al vagón más alejado, ir sentada, en lo posible cerca de alguna familia numerosa, gente como uno, mirar por la ventanilla y no cruzarte con la turba.
Cuando te querés dar cuenta estás sola, tu banda se fugó con los punkies.
Reprochándote ser la amarga que nunca se anima a nada y que se porta como si fuera la gatita blanca y malcriada de Los Aristogatos, disimulás tus prejuicios y te vas con ellos, para que no se rían más de vos acusándote de burguesa. Vas a mostrarles que vos también sos rockera.
De repente estás viajando en un vagón de carga hacia el lejano noroeste, sentada en el piso, rodeada de punkies de los posta que van a los gritos y escupitajos, fumando porro y tomando Fernando.
A los lados ves pasar villas, ves un arroyo musgoso por el que navegan unos chicos en balsas de telgopor, ves todo tipo de animales de corral. Ahí primero te felicitás por haberte alejado tanto del mandato familiar y estar haciendo eso, qué diría mamá si supiera… Hasta que se sube un cana a calmar a los punkies y pensaste que la mera proximidad a los hooligans del conurbano era suficiente como para que el oficial te considere infractora de la ley, y te imaginaste entre rejas por averiguación de antecedentes, ¿quién te mandó a meterte ahí? ¿Qué diría mamá si supiera?
Ahí el entusiasmo por la transgresión se esfuma enseguida dejando paso a tu verdadera yo, la más burguesa, que ya se quiere volver y repite aterrada: “We’re not in Kansas anymore”.

Cuando llegan, lo que iba a ser un parque resulta ser una extensión de pasto muerto, cubierta de botellas de gaseosa vacías en la parte de atrás de una casa deshabitada. Hay punkies con olor a pis vendiendo fanzines con información anarquista de fuente dudosa o preparando sánguches de higiene dudosa, y chicas peladas de 17 años usando remeras con la leyenda “Abajo las cárceles”.
Sos la única de la banda que no piensa probar uno de esos inmundos bocados veganos. El día definitivamente está empeorando. Querés chasquear los zapatos y volver a casa. “Mamá”.
Te sentás a mirar el espectáculo en unas hamacas, con Martín engullendo una hamburguesa de zanahoria, como cuando eran buenos amigos. De repente es como si todo ese tiempo y esas peleas no hubiesen pasado, y volvés a querer compartir tus cosas con él, que desde el principio fue la tercera pata de la historia. Le contás de la charla, le contás que se mudó, y ya lo sabe, a él también lo buscó esa semana después de meses para hacer las paces que todavía se debían.

- Creí que nunca lo ibas a perdonar - le decís
- ¿Cómo puedo no perdonarlo?

Eso, ¿cómo podés no perdonarlo?
Evidentemente se acordó de los dos, o empezó un proceso de redención, o a él también le llegó la nostalgia. Y ahí se quedaron un rato, hamacándose y hablando de Él, como en las épocas de tomar el té después del trabajo y escuchar a Estela Raval.
Y Martín, una de las personas con más patologías mentales que conociste en tu vida, te dice;

- Claro que está loco, todos van a estarlo, la idea es encontrar a alguien cuya locura sea compatible con la tuya.

El problema es cuando su locura justamente radica en no ser compatible con nada.

En ese lugar te sentís como esos días en los que todavía te faltan seis horas para llegar a tu casa y ya olés a pizza de fugazzeta y jugo de limón rancio. Sí, está bien, lo reconocés, sos la gata blanca que usaba collar de diamantes en Los Aristogatos. Y en momentos de adversidad como este querés algo que te haga sentir en casa, ya no a mamá, sino a Él, el lugar donde todo son arco iris, dulces y cachorritos, y con quien nunca podrías sentirte olor a fugazzeta y jugo viejo.
Te gustaría haberte ido cuando querías, dejar el lugar cuando todavía no te habías alunado, y volver a casa antes de que el día empeore aún más, llegar temprano y acostarte. Si hoy no va a venir nadie a rescatarte al menos rescatarte vos. Pero la gatita blanca no sabe viajar en tren, y definitivamente no se anima a caminar tres cuadras en Derqui sola. Así que te sentás en las hamacas, esperando a que se terminen las hamburguesas de zanahoria y los demás también se dignen a volver.

Después de casi dos horas de bufadas y ceño fruncido, lograste levantar el campamento. Van caminando por entre las tinieblas de Derqui mientras pierden el tren de las nueve a manos del yeso en el pie de Martín.
El andén está lleno de gente, familias, globos, mielcitas y pochoclo, como si no fuese tan tarde y no estuvieras en medio de la nada. Y no podés creer que seguís ahí, contra tu voluntad, ya podrías haber tomado decenas de trenes, pero por alguna razón estás en este.

El viaje hasta Buenos Aires tarda una hora y cuarto, mientras mirás por la ventanilla en silencio vas pensando que fue un día duro, no solo por la expedición al noroeste bonaerense, sino porque hace tiempo que no pensabas tanto en él, que no lo extrañabas tanto, que no deseabas tanto que estuviera ahí con vos para hacerte la estadía más liviana, o al menos para tener alguien con quien reírse de los demás, y a quien no le importe ponerse en ridículo si sabe que con eso te va a causar gracia. Derqui ya se terminó, pero eso sigue ahí, y Peter Gabriel ya no parece una completa locura.

Cuando llegan podés tomarte el 115 de vuelta, llegar rápido a casa, ponerte de una buena vez el pijama y terminar con todo antes de que siga empeorando, pero preferís hacer el camino más largo e irte con Martín, un poco para no quedarte sola con tu collar de diamantes en Retiro, pero sobre todo para seguir siendo amigos un rato más.
Se suben al subte C, que pase lo que pase, viva donde viva, siempre te recuerda a Él. Y lamentablemente eso te gusta, sentís como si lo tuvieras cerca, como si estuviera ahí.
Por fin te dejás caer, aliviada y exhausta sobre el asiento de felpa sucia. Se terminó el día, se terminó la odisea. Martín te mira con una sonrisa y te dice:

- A que no sabés quién está parado atrás tuyo.

Sí, sabés. Tus rodillas ceden pero hacés la proeza de darte vuelta.
Es Él, igual que siempre, igual de lindo, volviendo de ensayar con sus cosas, golpeándoles la ventanilla desde afuera del vagón. Martín intenta levantar el vidrio, llega a saludarlo y el subte arranca.
No, no, no, no, ¡no! Te golpeás la cabeza contra las paredes pegajosas del C; no estabas lista para eso, ¡estás vestida de domingo! Te volteás hacia una vegana de 18 años que estaba sentada al lado de ustedes desde la estación Derqui y le preguntás:

– Decime, ¿estoy muy fea? ¿Está separado mi flequillo? ¿Me veo muy mal a través del vidrio?

La pobre piba no entendía nada, para empezar no entendía ni por qué le estabas hablando. Con mirada suplicante le decís:

- Ese que acaba de pasar por ahí es el amor de mi vida, quiero saber si estoy bien.

Y la vegana ahí supo, de mujer a mujer, que sólo podía darte una respuesta.

¿Cuáles eran las probabilidades de encontrártelo en la estación Retiro un domingo a la noche en una ciudad de tres millones de habitantes? Cosas como esta te hacen creer seriamente que estás viviendo una película, estas cosas no pasan en la vida real, estas cosas pasan en el cine, en los libros, y ahí la magia de la cadena causal se convierte en señal. En la vida real no existen las metáforas.
Te cuesta creer que esto no haya estado armado, por alguien, que poco importe que hicieran falta un viaje a Derqui, la pérdida de objetos personales, de trenes, yesos, combinaciones con subtes y hamburguesas de zanahoria para que se encuentren. Y que se encuentren.

Esa noche se mandaron mensajes hasta que te quedaste dormida, y por un rato fue como antes, por un rato volvió a ser tu profesor ciruela, y vos su joven Padawan.

Si fuera una película esto significaría que van a terminar juntos, o que va a llegar corriendo a decirte que te ama en medio de una cancha de béisbol, pero es la vida real, el lugar donde las cosas sí pasan porque sí, y acá probablemente solo significa que un profesor de música que vive a 20 kilómetros del Obelisco, en quien no podés dejar de pensar, y una chica que nunca había pisado la estación Retiro se encontraron un domingo a la noche en un vagón del subte C.

20 de febrero de 2009

Soda Stereo - Algún día


La que murió de su vestido azul está cantando.
Canta imbuida de muerte al sol de su ebriedad.

Adentro de su canción hay un vestido azul,

hay un caballo blanco,
hay un corazón verde tatuado
con los ecos de los latidos de su corazón muerto.

Expuesta a todas las perdiciones,

ella canta junto a una niña extraviada que es ella:
su amuleto de la buena suerte.

Y a pesar de la niebla verde en los labios
y del frío gris en los ojos,
su voz corroe la distancia que se abre
entre la sed y la mano que busca el vaso.

Ella canta.

Cantora Nocturna, Alejandra Pizarnik



Soda Stereo - Algún día, Parte 1

Durante los meses que le siguen al gran derrumbe intentás volver a empezar con tu vida, intentás encontrar un motivo para hacer tus cosas, para trabajar, para salir, para bañarte. Y te agarrás de todo eso para no dejarte caer, y para no pensar. De los primeros días lo único que recordás es salir a la calle con anteojos de sol, llegar al trabajo con los ojos hinchados, comer mucho y hablar poco.
Y escuchar el disco de Scarlett cantando Tom Waits, durante semanas y semanas. Porque no podías escuchar al verdadero Tom Waits, y “Anywhere I Lay My Head” era el único sonido que no contradecía tu estado de ánimo.

Al principio abrías el Msn en el que nunca volviste a aparecer conectada, esperando ver su ventana, su letra bordó molestándote con alguna onomatopeya. Y dejabas el celular prendido toda la noche esperando sus mensajes para despertarte a la madrugada. Cada vez que sonaba la canción de La Historia sin Fin confiabas en que era él, rogabas que fuera él, y odiabas a Movistar, y a tu vieja, y a todas las personas que te escribían y no eran él. Hasta que con el tiempo te cansaste, y te olvidaste de hacer todas esas cosas.

Después de un par de meses intentaste concentrarte en otra cosa, saliste a tocar, estuviste con alguien más, pero él no solo siempre volvía, sino que nunca desaparecía.
Cada día que pasaba lo extrañabas más, y de hecho parecía que los días no pasaban, porque no olvidabas todo eso, no lo dejabas atrás. Aún no había una hora en la que no pensaras en él; cada vez que tomabas el subte C, cada vez que pasabas apurada por Lavalle como cuando corrías a su casa, cada vez que a la salida del trabajo te ibas caminando hasta Barracas para ir a tomar el té con tu mejor amigo, queriendo y no queriendo encontrártelo en el camino, cada vez que veías a Jason Lee, cada una de las pocas veces que volviste a usar el perfume de Kate Moss, cada vez que pasabas por el parque Lezama.

Un tiempo después dejaste de ir a trabajar en subte y empezaste a tomar el colectivo, solo porque pasa a una cuadra de su casa, y por más que dos veces al día te sentías morir, y muchas veces tuviste que dar vuelta la cara y ofrecer la otra mejilla, tu esencia patética disfrutaba de saberlo cerca, necesitaba tenerlo cerca. Como cuando te sentabas a escribir en la computadora y dejabas el Msn abierto, aunque él no pudiera verte, solo para saber que estaba ahí, del otro lado de la pantalla.

Exceptuando los shows y los ensayos, nunca más volviste a tocar. No tener un profesor te hace extrañarlo el doble, porque ya ni te acordás de lo que era tocar, porque perdiste tu escape, porque tenés 2.000 pesos de instrumento cubiertos de una capa de polvo del período cretácico. Intentaste sin éxito reemplazarlo como hombre, porque en el fondo no te queda otra que creer con todas tus fuerzas que tiene que haber otro, pero no podés reemplazarlo como profesor, sabés que no hay otro él y que nunca lo va a haber, que nunca va a volver a ser ni remotamente parecido.
Tampoco volviste a escuchar Soda Stereo, solo podrías si él estuviera. Desde Villa Gesell 1990 que no funcionaba de otra manera.


Como en La Historia sin Fin, estuviste a punto de ser devorada por el pantano de la tristeza, y de alguna manera te salvaste. Ya no salís a la calle con anteojos de sol, ya no pasás 20 horas seguidas en la cama leyendo “La insoportable levedad del ser“, pero lo único con lo que soñaste todos estos meses fue con volver a saber de él, con encontrártelo, con que te llame, con que se dé cuenta de que te extraña y te busque, con que finalmente se le prenda la luz, con que tu silencio absoluto lo despabile. Por alguna razón nunca te acostumbraste a la idea de que ya no había nada, y de que se habían terminado esas tardes de invierno juntos. Podía hacer 30 grados y podía sonar Daniel Melero, pero para vos seguía siendo agosto, y seguías usando el montgomery gris y la bufanda con teclas de piano.

Entonces un buen día mirás para arriba y ves que su casa está en venta; ahí entendés que nunca vas a volver a estar en esa casa, nunca vas a estar en esa terraza ni a dormir en esa cama.
Esa semana las ganas de verlo y estar con él fueron más fuertes que nunca, y pasaste la noche en vela fantaseando con hablarle usando cualquier excusa, como preguntarle qué era una semicorchea, o decirle que estabas regalando cachorritos, lo que sea. Habían pasado cinco meses y todavía no te explicabas cómo después de tanto tiempo no podías siquiera empezar a olvidarlo.



Parte 2


Faltaban días para que se termine el año y el balance no te mostraba resultados positivos; ninguna hazaña, al menos amorosa, que son las únicas que te importan.
Pero todavía insistías en creer que no estaba todo dicho, que algo más tenía que haber. Confiabas, porque siempre tenés fe aunque no sepas de dónde la sacás, en que a último momento tu fortuna podía dar un vuelco inesperado y hacer que un año de amor y muerte hubiera valido la pena, como en el final de Jamás Besada.

La semana pasó, y el 31 de diciembre horas antes de la medianoche ya estabas casi resignada. Otra cena más brindando con tus viejos, poniendo cara de feliz año, comiendo esas 12 uvas estúpidas que nunca te cumplieron nada, viendo a Rafael cantando “Escándalo” en Crónica TV.
Finalmente tu año no estaba destinado a ser maravilloso, la realidad le ganó la partida a tu fantasía de comedia romántica, por más voluntad que pusiste. Declaraste el knock out, colgaste la toalla y te sentaste en la computadora.

Y ahí estaba, cuando ya habías dejado de esperar sus mensajes. Ahí estaban su letra bordó y la foto en la que se rasca la barba, como cuando llegabas de la clase.

No te lo estabas imaginando, no era otro de esos sueños de los que despertás queriendo desayunar escorpiones vivos, no era un virus haciéndose pasar por él, y no se había equivocado de persona. Te estaba hablando a vos.
Después de un par de minutos te dijo que vuelvas, que te enseña gratis, pero que quiere que vuelvas.
Amarías volver, es tu sueño volver, nada te haría más feliz que volver, pero no podés, sabés que al día siguiente ya no soportarías verlo bajo esas condiciones. No, perdón.
Si no podías volver a las clases quería que fueras a ver el DVD de Soda Stereo, o el final de la película de Tom Waits que nunca terminaron, lo que fuera, pero quería verte.
Así, de la nada, después de meses, después de que te hayas acostumbrado a la idea de que nunca iba a ser el padre de tus hijos.

Desearías decir que sí, abandonar el año nuevo, Rafael y las uvas, y correr a su casa, pero lo conocés, y sabés que probablemente esta es otra de esas decisiones que toma basado en ideas locas que le duran menos que lo que tarda en decir que no sabe lo que quiere. Y que si le decís que sí, antes de que te subas al colectivo seguramente ya te está llamando para cancelar, o tal vez espera a que llegues y recién ahí te dice que está confundido y que por ahora prefiere seguir siendo tu profesor. Y no tenés fuerzas para ser su juguete emocional otra vez, todavía estás cicatrizando las heridas del primer round.
Con todo el dolor del alma, y con toda la fe del mundo le decís que lo piense bien, que vuelvan a hablar en unos días cuando esté completamente seguro de que no se va a arrepentir, de que no está tomando el equivalente abstemio de una cocaine decision. Acepta a regañadientes, y se despiden hasta el año que viene.

Te volvés a quedar a merced. Esperando que sí haya visto la luz, y que esté convencido de que la vio. Es más fuerte que vos, y cada vez que él habla por hablar, volvés a la zona cero y te olvidás de todo lo que pasaron, y nada te importa y hey Lloyd I’m ready to be heart broken and I can’t see further than my own nose at the moment. No podés tomártelo en serio, y al mismo tiempo no podés no hacerlo, ¿cómo podrías? Si tenés una infinidad de promesas al alcance de tu mano.

Después de todo sí se acuerda de vos, a pesar de que nunca más lo buscaste, a pesar de que nunca más diste una prueba de vida, a pesar de los cinco meses, él siguió pensando en vos.

Tu 31 de diciembre te encuentra creyente, de buen humor, y escuchando Soda Stereo otra vez, que esta mañana, era lo único que querías.
Dios. Qué año.


Parte 3


Pasó un mes. Pensaste en hablarle, pensaste en cagarlo a pedos, una vez más, pero elegís el digno y decepcionado silencio. Era demasiado para él, es un infante que nunca pero nunca va a saber lo que quiere.

No querés pasar tus vacaciones en casa, sola, viendo La Novicia Rebelde y comiendo lemmon pie hasta ver duendecitos. Basta. Basta de que él te arruine todo, en honor a tu salud mental buscaste a alguien a quien pegarte, armaste el bolso y te fuiste a la costa.

La playa no es tu lugar, sos demasiado melancólica para el verano, te generan rechazo los balnearios en enero, las publicidades que rinden culto a las vacaciones, los desfiles en Punta, los concursos de culos, el hit del verano, la alegría brasilera. Nunca te vas a sentir parte de eso, pero vas para hacer algo, para no quedarte estancada y pensando en él.

A medida que avanzás por la ruta, y ves los campos interminables de girasoles, las vacas, los carteles de Tienda los Gallegos, sentís que Tom Waits, su barba y el subte C van quedando cada vez más lejos.

Cuatriciclos, motos de agua, gente de guita, cuatro por cuatros, caretaje, reggaetón a todo volumen, nada que te recuerde a él. Esa invitación al Beverly Hills del partido de la costa te despejaba la mente, ya no estaba la posibilidad de encontrarlo en cada esquina en la que doblás, ya no tenés nauseas al pasar cerca de la cuadra de su casa, ya no imaginás donde estará en este momento. Es casi como volver a la época en la que no lo conocías, cuando todo era territorio virgen. Hasta un imitador de Sandro que canta en un restaurant de la peatonal se convirtió en tu nuevo amor de verano. Pasás todas las noches solo para ver el póster con su foto y su expresión gitana. Sábado 23 horas, cena show: 35 pesos. Ahh.

Por fin el día no está para buzo y pasamontañas, y te decidís a pisar La Playa.
Blancuzca, con la figura del señor Burns y cubierta de pantalla solar 280, sentada en la caja de la cuatro por cuatro, yendo por el boulevard bajo el sol del mediodía, pensaste que será careta, pero el verano después de todo tiene su encanto.
Estabas inmersa en ese sueño estival, pensando que tal vez, quizás, se podría decir que de alguna manera en ese momento eras un poco feliz, cuando de repente escuchás La Historia sin Fin.
Es él, otra vez de la nada, para ver qué estás haciendo, y para decirte que está barrenando olas a 200 kilómetros y que quiere verte.
Ahora sí que el verano tiene su encanto, ahora sí que la pasás bien en la playa, con los cuatriciclos, y los culos y los choclos enmantecados. Ahora sí que te hallás.
Esa noche te comiste dos algodones de azúcar de color rosa, y no pasaste por el restaurant de Sandro.

Sí, a veces lo amás y otras querés entregarlo a la mafia. Te hizo pasar las mil y una y todavía ahora no podés terminar de fiarte de él, pero a pesar de haber aprendido a los golpes que no es perfecto, te das cuenta de que sus defectos te importan un pito, y lo que es más preocupante, a veces incluso te gustan. Te encanta que sea tan tímido y que le cueste tanto hablarte, te encanta que de a ratos parezca un nene y que vaya solo al cine a ver dibujos animados, te encanta que sepa datos que nadie más sabe, ni le importan, como que el baterista en el tema de Alf es Vinnie Colaiuta. Si no fuese un cagón, un inmaduro y un nerd, no sería Él. Aun con todo eso, para vos el sol todavía sale de su culo.

El fin de semana, después de un año, se van a ver en Buenos Aires sin ser profesor y alumna, sin los 25 pesos, sin la tarea y sin que tenga que ser miércoles a las siete de la tarde.


Parte 4

Es sábado a la noche y estás escuchando Soda Stereo. Salís a tomar el 126 estrenando tu vestido azul y volviendo a usar el perfume de Kate Moss que te ponías a los apurones en el subte C. Huele a él.
La noche es hermosa, el verano es hermoso, todas las criaturas en el reino del Señor son hermosas. Mirás a la gente en el colectivo y te preguntás si alguno de ellos llevará un destino más emocionante que el tuyo, te preguntás si se imaginarán lo que estás a punto de hacer, aunque dudás que les importe. Pensás que ese en realidad es tu viaje, y que los demás son todos extras trabajando por el pancho y la Coca.

Hoy es uno de esos días excepcionales en los que te mirás al espejo y no tenés que arreglar absolutamente nada. El vestido azul y vos inmediatamente fueron uno, tu pelo nunca había estado tan lacio ni tan brillante, los remanentes del tardío acné juvenil habían desaparecido y tu piel parecía chocolate blanco. Como cuando estabas viendo su show y te pidieron sacarte una foto, como cuando un chico te felicitó por ser la más hermosa de aquella fiesta en la esquina de su casa, y como todos los miércoles, el único día de la semana en que inexplicablemente no te parecías a Amy Winehouse. Te diste cuenta de que no era casualidad, es siempre que él está cerca que estás linda, porque estás feliz.

Te bajás del colectivo en una calle cortada por el corso, y caminás dentro de lo que tus piernas a punto de colapsar te lo permiten. Nunca estuviste tan nerviosa en tu vida, ni siquiera cuando a los 16 años te fuiste a sacar tu último diente de leche con la Dra. Fell. Nunca antes tuviste una primera salida con alguien de quien ya estuvieras completamente enamorada.

Las tres cuadras que caminás son eternas, no escuchás ni la música, los oídos te laten, tenés el corazón en la boca y la cara hirviendo. Empezás a hacer ejercicios de respiración mientras te vas acordando de mil cosas; de cuando saliste de la primera clase y le mandaste un mensaje de texto a tus amigas para decirles que no tenía nombre lo HERMOSO que era ese pibe, así, en mayúsculas. De cuando en la tercera clase terminaron los dos recostados en su cama sacando “Babies” de Pulp. De la sonrisa que tenías cada vez que salías de la casa de él y que te hacía sentir una idiota por las calles de Constitución.
No podés creer todo lo que pasó, no podés creer el tiempo que pasó.
Esa intersección a la que estás yendo es ahora el centro del universo.

Y llegás y está ahí. ÉL, ahí, apoyado contra la pared, con sus canas, y su espalda y su olor.
No pudiste ni articular un saludo de los nervios que tenías, y cuando quisiste apagar tu mp3 las manos te temblaban. Metiste mp3 y mano adentro de la cartera para que no se diera cuenta de que estabas muriéndote, y le pediste un segundo para ordenar tus cosas cuando en realidad necesitabas un segundo para tomar aire y calmarte. Por fin estaban ahí los tres, él, vos y Soda Stereo. Nunca lo habías visto más contento de verte.

Se sentaron a tomar algo y fue como si no hubiera pasado un solo día. Hablaron de las vacaciones, de terapia y de tu profesora metalera, que se gastaba casi todo lo que le pagabas en Cindor. Nunca a nadie le habían interesado esas historias apócrifas sobre tu profesora.
No sabés cuánto tiempo estuvieron ahí sentados, pero podrías haberte quedado por el resto de tu vida. Ni un capítulo inventado de Jamás Transada podría haber estado tan bien armado. Mientras lo tenías enfrente a él riéndose, con esa cara que la primera vez que la viste casi hizo que se te caiga la mandíbula y se te desenrolle la lengua hasta la avenida Montes de Oca, en el bar pasaban a Sinatra, y a Cerati, y él se levantó a pedir un tema, y mientras escuchaban “Amor en Pie” de Melero, sentiste algo raro y por vergüenza bajaste la cabeza, nunca lo habías visto mirarte así

Salieron a dar una vuelta y llegaron a la avenida cortada por el carnaval. La calle estaba llena de gente y ruido, y banderines y lucecitas de colores cruzaban el cielo de lado a lado. Por primera vez no odiaste febrero. Ahí te agarró de la mano para hacerte atravesar el corso, y supiste que con nadie podés sentirte tan contenta como con él.
Llegaron caminando hasta el parque Lezama, y se sentaron en un banco, frente al de la última vez. Le inventaron vidas a la gente que pasaba, y comentaron qué cosas permitirían y cuáles no si esos mocosos tirándose Rey Momo fueran sus hijos.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que se quedaran sin tema de conversación, y cuando por fin pasó, te besó.

Fue exactamente un año después. Nunca un beso te costó tanta sangre, sudor, lágrimas, y dinero.
Cuando te tenía abrazada no podías creerlo, no podías creer dónde estabas, tenías que disimular la sonrisa mientras lo besabas, y cuando se recostó y apoyó la cabeza en tus piernas te moriste. That’s it, that’s all. Estaban otra vez sentados ahí, en el lugar en el que lo dejaste, y en el lugar en que lo conociste.


Ya habían pasado horas entre que llegaste con los cachetes morados, escucharon a Sinatra, compartieron un helado de chocolate, cruzaron el corso, les tiraron espuma y terminaron en el parque. Este siempre había sido el final que querías, casi mejor que el de Jamás Besada.
Y entonces así, todavía pegajosos de espuma y helado, se fueron caminando juntos, a ver videos de Vinnie Colaiuta hasta que se hiciera de día.

9 de enero de 2009

Hemingway


Habíamos estado leyendo mucho a Hemingway. Se decía que París era una fiesta y queríamos corroborarlo, pero por más que nos apuráramos no íbamos a hacer a tiempo para ver esos cafés en los que él escribió, para ver la Closerie des lilas, no íbamos a poder llegar para encontrarlo curvado sobre su cuaderno tomando de una botella de Château Ségonzac.

Pasar la tarde de brasserie en brasserie , pedir ostras, pommes a l´huile, mouillettes au parmesan, fromage blanc au miel, y después ir al hipódromo y jugarle al caballo con el nombre más extravagante. ¿Seguirá prestándose París para eso? ¿Seguirá siendo tan amigable y brindando tanta impunidad al vagabundeo? Si queríamos vagabundear, esta era la edad para hacerlo, antes de que algo leído en un libro no fuera motivo suficiente para decidir un destino. París nunca iba a ser esa fiesta, pero pensábamos intentarlo, también podía ser alguna otra.



Nunca supe si a P le gustaba Hemingway o solo lo leía porque yo lo hacía, nunca me importó su sinceridad literaria tampoco, encontraba halagador que hiciera eso para acercarse a mí. Y así nos convertimos en aficionados a Tatie, a Hem, porque era casi un insulto negarle la familiaridad y llamarlo por su apellido. “Paris era una fiesta” se convirtió en nuestro libro. Durante un mes entero me levantaba a media mañana y escribía hasta que P se levantaba, con el gato subido al escritorio frente al balcón. Hacía poco en una revista había encontrado una foto de un gato sobre un escritorio frente a una ventana y una leyenda que decía “Creo que todo el día pienso en vos”, me pareció gracioso y la pegué en la pared frente a nosotros, el gato y yo. El gato no me apreciaba demasiado a decir verdad, creo que se daba cuenta de que mis favoritos eran los perros, y de que en el fondo yo le tenía miedo porque nunca podía saber lo que estaba pensando, pero a falta de otra compañía en estado de vigilia se quedaba conmigo. De común acuerdo actuábamos una amistad, como para hacer feliz a P.

Yo trataba de avanzar antes de que él se despertara, porque después ya no podía, elegía no hacerlo, escribir sale fácil cuando uno está solo, y ahora quería aprovechar el tener un motivo para no hacerlo.

Cuando se despertaba salíamos a almorzar, nunca tuve la costumbre del desayuno. Nuestro favorito era el Café Margot, pero a veces variábamos porque nos daba pudor que el mozo nos viera todos los días ahí. Después teníamos la tarde libre, entonces íbamos a caminar durante horas, y si el día estaba feo nos metíamos en algún cine.

Cuando nos cansábamos o cuando había demasiada gente nos volvíamos al bunker del cuarto piso. En verano no había mejor lugar para estar que ese, nos quedábamos toda la tarde en la pieza frente a la enorme ventana que da a la avenida y por la que se ve la silueta gris oscuro de los edificios de enfrente. Era maravilloso no tener obligaciones más que darle de comer al gato, aparte de eso podíamos hacer todo el día lo que nos viniera en gana, y mientras el sol aún estaba alto y la gente salía frenética de sus trabajos hacia el subterráneo nosotros leíamos en la cama, a Hem, a Kerouak, a Bukowski, a Tool, a Salinger, a Nabokov, esos eran nuestros ilustres amigos esos días. La luz se nos iba sin darnos cuenta, y cuando prendíamos la lámpara empezábamos a pensar en comida. Cuando P tenía ganas y no teníamos mucha hambre cocinaba él, yo solo me sentaba sobre la mesada y le daba conversación mientras él cortaba las verduras y revolvía las ollas.

Cenar afuera todas las noches excedía nuestro presupuesto, pero cuando queríamos ver un poco la noche y volver un rato a la realidad de la que la reclusión voluntaria y la lectura muchas veces nos alejaban, íbamos a algún restaurante del barrio y nos sentábamos junto a la ventana. La edad promedio del barrio superaba los 50 años, podían verse niños con regularidad, de hasta unos 15 años, pero de ahí en adelante la población pegaba un salto y no existían especímenes de las generaciones de 20, 30 o 40 años. Nos gustaba ser los jóvenes.

Volvíamos caminando por el boulevard en donde vivíamos, en el que los tilos forman dos hileras a los lados y despiden un olor que solo se percibe por las noches, cuando no hay tantas distracciones. Y siempre nos íbamos a dormir viendo en la tele algún dibujo animado, como para asegurarnos de que todavía no habíamos crecido del todo. Yo siempre me dormía primera porque el gato me esperaba para escribir.

Una tarde libre en Buenos Aires leyendo a Hemingway fue lo más cerca que alguna vez estuve de ese París y su fiesta.

2 de enero de 2009

Chau Felipe



Estabas sentada esperando el subte frente a un enorme afiche que rezaba "Si querés resultados distintos, no hagas siempre lo mismo" cuando pensaste en que de lo único que estabas hablando con hombres era de drogas, de Hunter S. Thompson y de música de los 60, y nunca lo habías hecho consciente, pero te diste cuenta de que ya estabas agotada, de que ya no podías soportar que alguien vuelva a hablarte de los libros que ya leíste, ni de la música que ya escuchaste mil veces, que te vuelvan a hablar de Zeppelin como si fuera la última gran cosa, de los Doors, ¡de Syd Barret! Y vos tampoco querés volver a usar el mismo guión para levantarte al mismo chico, y para vivir la misma historia. No lo podes creer, pero estás harta de Felipe.
¿Y qué si el nuevo Felipe trae cosas nuevas y no las que ya le viste hacer a tantos? ¿Y qué si Felipe es algo totalmente distinto a lo que estás tan cerrada y secretamente tan podrida?¿Y si Felipe en vez de encajar como un zapato en tu vida la da vuelta por completo?
Dejaste de sorprenderte, ya te sabés el itinerario de memoria, ya sabés todo sobre ellos, tu vida armada empieza con una charla sobre el mejor disco de Los Beatles y termina en un hijo con nombre de tema de Spinetta y un marido que vive encerrado en un ático escribiendo y dejándose crecer la barba, y vos como una especie de María Kodama que cobra derechos de autor y publica obras póstumas. Les escuchás usar las palabras “perenne“ y “postmodernismo“ y ya sabés dónde vas a estar en un año, y en cinco, y en diez. "Si querés resultados distintos, no hagas siempre lo mismo".

Empezás a cuestionarte seriamente por qué un chico increíblemente sexy no es tu estilo solo porque no estudia en Filosofía y Letras y porque hace deporte.

Felipe es muy lindo en la teoría, pero no funciona tanto en la práctica. Felipe solo es adorable, pero ser dos con Felipe es imposible. Felipe es un vestido hermoso en la vidriera pero con el cual no podés ni sentarte. La combinación que hace con vos lo hizo perder la magia. Con Felipe nunca vas a reírte a carcajadas, ni a imitar a personajes de Bob Esponja, con Felipe los silencios nunca son cómodos y la encargada de levantar el ánimo siempre sos vos. Estar con Felipe es una tortura que tenés que soportar solo para estar con él. Felipe es el más inteligente, el más ingenioso, el más culto, el más talentoso, pero ya no soportás tenerlo cerca.

Tal vez el verdadero Felipe no tenga un nombre tan principesco, ni un diploma de la UBA, ni te lleve dos años, ni le guste Bill Murray, pero Felipe se queda aunque estés de mal humor, y se ríe de tu ceño fruncido hasta que te olvidás de por qué te habías enojado. Ese es Felipe, aunque a veces use calzado abierto.