Era todavía de madrugada cuando la viste por primera vez. Apenas cruzaste la puerta del avión y sentiste el aire helado en la cara se te hizo un nudo en la garganta, se te pusieron los ojos brillantes y te explotó el corazón. Fue amor eterno a primera vista.
“Estoy en Europa, estoy en Europa, estoy en Europa”. No podías parar de repetirlo porque no podías empezar a creerlo. Mirabas para todos lados con la boca abierta de par en par; Barcelona era todo lo que imaginabas cuando te hablaban de "El viejo continente", era como estar en el medioevo, un medioevo en el que la ropa es barata, los perros viajan en subte, los hombres no te hablan por la calle y no hay adultos. Era antigua, sucia, húmeda, oscura, retorcida y a veces parecía un dibujo surrealista de Dalí. Era hermosa.
Cuando todavía arrastrando la valija verde cruzaste tu primer calle catalana, un chico de barba pasó en bicicleta y te guiñó un ojo, lo tomaste como una señal, siempre habías tenido la esperanza de que en Europa valoren más tu completa falta de pechos, cola, curvas y color.
Ese primer día compraste una postal para él, y la guardaste para más adelante, por las dudas. Estabas en otro mundo, nada de lo que veías era territorio familiar, en este momento, tu vida como la conocías, existía solo en tu cabeza.
Hacía mucho que no veías a Melina, tu compañera de rebeldías. Seguían pareciendo dos niños de 12 años. Ella y Martín, por más que los conociste a los 23, son tus amigos de la infancia, son esas personas, aparte de tu hermano, con las que siempre vas a poder volver a ser chico.
Esos días no paraban de ir a bares, de esos que tienen cuatro mesas y luces de navidad, en donde también se aceptan perros, de ir de compras, no parabas de irte sola por la playa y perderte en el barrio gótico escuchando My Bloody Valentine. No querías hacer la vida del turista, así que vivías como otra latinoamericana ilegal; te colaste en el subte, en el tren, robaste pimenteros, brillos de labios y bombachas.
No estabas lejos solo en términos de distancia, sino de tiempo. Ya no pensabas en eso que te había hecho escapar, en Barcelona no tenía ningún poder sobre vos. Siempre pensaste que si un día desaparecieran todas las cosas que te recuerdan a una persona, podrías pasar días sin notar su ausencia. Si desapareciera el plato de la Cuqui y los pelos que deja por toda la casa, y no vieras fotos de perros por ningún lado, tal vez tardarías en darte cuenta de que no está. Como en Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos. Acá era así, todo era nuevo, nada era un recuerdo. La postal que compraste tu primer día seguía ahí, habías pensado en mandársela en blanco, pero ya había pasado una semana y cada vez tenías menos necesidad de hacerle saber de vos. Tal vez en otro lugar.
Aún en ese País de Nunca Jamás que era Barcelona, las ganas de conocer más lugares hacen que uno no vea la hora de irse. Esa mañana te levantaste a las cinco de la mañana para tomar el tren a París.
Continúa...
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