24 de marzo de 2010

Jamás Transada en el viejo mundo, Parte III




París sin embargo, no era todo lo que esperabas. Huele a pis, está llena de negocios de Donner Kebab, y después de las once de la noche no existe. Y te habían advertido al respecto, París es un cliché del romanticismo y si uno está solo puede ser bastante deprimente, pero tu analista te convenció de que no tiene por qué ser así, que podés ser feliz y pasarla bien sola, o con amigos, o en familia. Mentira. Es así. Todos transan, todo parece construido para estar enamorado, todo es romántico, todos son lindos, y vos sos El Grinch del amor. Para una persona deprimida y amargada, París puede ser el tiro de (des)gracia. Especialmente si vas con tu hermano menor, y si los del hotel los pusieron en una cama matrimonial porque creyeron que eran pareja.
El brillo cegador de Europa no dura más de dos semanas. Cuando estás más desprevenida te acordás de él, y entonces todo lo que dejaste atrás vuelve para darte de lleno en la cabeza. Decidís hacerte un favor y no subirte a la torre Eiffel esta vez, porque no es la ocasión, no querés ver la ciudad iluminada desde las alturas de esa torre que también huele a pis estando sola. Lo dejás para la próxima. Ya habrá una próxima.

Para olvidar el hecho de que aparentemente ahora tu hermano y vos son novios, aceptan la invitación de un alemán del hotel para ir a tomar algo. Y con tres vasos de la cerveza más barata en mano empezaron a hablar de las Spice Girls. Resulta que como vos, Felix supo ser un adolescente alemán aficionado al teen pop. Los conocía a todos, nunca creíste que ibas a toparte con un hombre no gay con el que pudieras hablar tanto acerca de Posh Spice y del primer disco de Westlife. Felix no era gay, cada vez que decías algo gracioso y sin haberle dado demasiada confianza, te ponía la mano en la rodilla. No era feo, no era lindo tampoco, pero una mano en la rodilla era mucho más de lo que tenías hace una semana, y estabas disfrutando hablar de música vergonzosa con él. Increíblemente siendo alemán no lo conocía, así que esa noche le pediste al DJ que pasara el hit de David Hasslehoff. Lamentablemente ese tipo de recuerdo uno no lo elige, te gustaría decir Serge Gainsbourg, o Françoise Hardy
, pero para vos París siempre va a sonar a David Hasslehoff.

En este viaje estabas decidida a enamorarte, de quien sea, aunque sea en tu cabeza, eso ya sería un gran avance. Si París no lograba reanimarte ya estabas en manos de Dios. Y llegó. En tu última noche en La Ville-Lumière conociste a Vicente, no, VICENTE, un chileno de barba y fanático de Pink Floyd que estaba haciendo un doctorado de filosofía en la Sorbonne. Parecía escrito por vos. Pero semejante cerebro nunca te daría bola, y aparte te quedaban ocho horas ahí, y aparte estabas con tu hermano. Nunca ibas a salir con Vicente, pero, ¿qué importa? Seguiste tomando su cerveza y viviendo ese gran romance unilateral que duró tres horas, pero que te demostró que aún existen hombres salidos de una carta a Papá Noel, y que vos ya no eras el hombre de hojalata.  Esa noche vos y tu hermano volvieron al hotel en bici, borrachos, pedaleando por medio París como si se acabara el mundo y riendo como maníacos. Cuando llegaste podrías haber vomitado hasta las manzanas acarameladas que comiste de chica en el parque Chacabuco, pero no importaba nada, estabas viva.
“París, andá a lavarte el orto” pensabas sin parar, aunque tenés que reconocer que a pesar de tu odio y resentimiento frente a su insistente romanticismo, París es linda, pero es demasiado snob, aún para vos. Sin despedirte propiamente huís a un lugar más dispuesto a recibirte a vos y a tu ira punk.

Continúa...

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