1 de diciembre de 2008

Hey Lloyd!, I’m ready to be heartbroken


Prólogo

No puedo articular mis pensamientos con respecto a Soda Stereo, puedo escribir o hablar de eso durante horas, de hecho he hablado del tema conmigo misma en reiteradas ocasiones, pero nunca logré entendernos.

Su música siempre me angustió, tal vez desde que escuché por primera vez “De música ligera” en Villa Gesell en 1990, cuando nos quedamos unos días en una casa heredada que compartía medianera con unos jóvenes de jean nevado. Soda Stereo me canta a gritos que tengo que ser feliz y yo todavía no puedo corresponderles. Me parece que no los estoy escuchando del modo correcto, que algo falta, que de algo me estoy olvidando, o que de algo me estoy acordando. Y entonces siento un vacío, y me entristezco sin razón aparente, hasta que por momentos los arpegios de Cerati son como hojas filosas que se me clavan sádicamente y siento el impulso de cambiar de canal, aunque los esté viendo en vivo. El problema no es que no me gustan, es todo lo contrario, me encantan, pero siento que los miro desde afuera.

Jamás entonces pude entender en qué era que me hacían pensar, ni por qué ellos y no otros, ¿por qué no angustiarme escuchando Otis Redding o The Cure, como el resto de los mortales? ¿Por qué con Final Caja Negra o con Texturas, que poco tienen de esos temas para lamentarse mientras se divisa el fondo de la botella. ¿Me harán acordar a Ciudad Universitaria, el mal de todos los males?, ¿a Palermo?, ¿a River?, ¿al resorte que me compré y perdí esa vez en Villa Gesell?, ¿a mi infancia?, ¿al 160? No, ninguna de esas cosas es tan traumática como para estar sacándola a colación cada vez que los escucho. No pude pensar en nada ni nadie que amerite semejante angustia frente a Soda Stereo.
Sin embargo ese sonido tiene algo que me revuelve el inconciente (un caldo de cultivo para cualquier infección, vale destacar) y en algo, desconocido, incomprensible y lejano me hace pensar.

Con el tiempo me resigné a aceptar que nunca voy a disfrutar de Soda Stereo en paz, como debería. Sus temas tienen todo para hacerme estallar de felicidad, y esa cualidad por alguna razón me resulta tremendamente melancólica.


Capítulo 1

…Es un chico que piensa en inglés
y una vieja nostalgia en gallego,
es el tiempo tirado en cafés
y es memoria en la Plaza Dorrego.
Es un pájaro y un vendedor
que rezongan con fe provinciana.
Y también es morirse de amor
un otoño en el Parque Lezama.

Vals municipal, María Elena Walsh



Para la tercera clase ya habías aceptado que la música te importaba un kinoto y que lo único que te interesaba era verlo a él. Todos los días agradecés al Señor (El Señor es el amigo que te obligó a retomar las clases) el haberte enviado a tocar su puerta.
Comportamientos que habían quedado sepultados bajo la era de la madurez vuelven para recordarte lo que era mirar a un hombre más acá del cerebro, y cada vez que se te adelanta y te da la espalda, esa espalda en la que podrías instalarte con todas tus pertenencias, no podés evitar morderte los labios y, rogando a Dios que no se de vuelta, gritar en voz imperceptible “¡Te amo!”. O cuando se te acerca mucho y respirás su olor, evitando caer inconsciente y deseando retener ese aroma para siempre. Y si se te pone atrás y te agarra el brazo para corregir tu desgraciada postura, perdés el hilo de lo que estabas haciendo y te quedás dura fingiendo lastimosamente que no podés seguir el ritmo, cuando en realidad lo que no podés es ser tocada por él y funcionar al mismo tiempo.
Y no es solo que todo él parezca haber sido cincelado por el mismísimo Miguel Ángel en un día inspirado; es gracioso, y se ríe de tus chistes, y tiene buen gusto, y se llevan muy bien, y es inteligente, y toca mucho mejor que la metalera. Claramente es Felipe, y parecen no poder pasar mucho tiempo alejados. Cuando llegás a su casa ninguno de los dos puede ocultar la sonrisa, y en tu cabeza ves dos cachorritos intentando en vano dejar la cola quieta. No estar juntos no cambia las cosas. Volvés de la clase y ya están chateando, y hablando de los Stones, y de Bukowski, y de Shell Beach

Ahora todo lo que hacen tiene una doble lectura, todo es la metáfora de algo que aún no pueden llevar a cabo. Entonces se te sienta al lado, e imponiendo autoridad de profesor te pide que repitas todo lo que él hace, y se ponen a tocar el mismo instrumento, al mismo tiempo, y sin ponerse de acuerdo, entre miradas y sonrisas, van acelerando el ritmo al unísono, con una sincronía perfecta, y nadie dice nada. Y se escucha ruido, ruido, ruido, y siguen, más rápido, más fuerte, ni una palabra, se ríen y siguen y siguen y siguen haciendo ruido, y nadie se rinde, a ver quién dura más, y lo mirás y te está mirando, y descubrís con pudor que estás transpirada y muerta de calor, y lo seguís, más rápido, hasta que en el paroxismo del bullicio, la velocidad y el cansancio alcanzan su límite, ya no pueden sostenerlo y juntos paran agotados. Será la carencia de la cosa real, pero te cuesta creer que lo que acaban de hacer no haya sido sexo.

No le decís nada y vas de sorpresa a verlo tocar a un festival hippie, o naturista, o buda o algo así.
Llegás caminando por Figueroa Alcorta escuchando Soda Stereo y fantaseando con mandarle algún mensaje ingenioso que solo a vos y a él les cause gracia, con que venga a hablarte después del show, con finalmente estar con él fuera del ambiente de la clase donde vos siempre vas a jugar de visitante, y sí, por más infantil que suene esperar que suceda en un festival diurno que incluye una clase gratuita de yoga, también fantaseás con que te bese.

Tirada en el piso, viendo una ronda de krishnas con polleras bailando alrededor de un grabador y escuchando “Pasos”, se te acerca una chica y te pregunta si puede sacarte una foto, así, con la ropa de medio otoño de tu abuela. Gracias Señor (esta vez al verdadero), esa era la señal que necesitaba.

Él está en el escenario y no podés dejar de mirarlo y de sonreír como una idiota, y jurás que entre temas se vuelve para tu lado e intenta cruzar miradas. Lo mirás todo el recital, conteniendo la sonrisa, pensando en lo lindo que es, en lo increíblemente lindo que es, y en que increíblemente parece estar dándote bola, e increíblemente va a terminar siendo tu novio. Hace tiempo que tu sonrisa no era tan genuina y autónoma como ahora mientras contemplás tu futuro.

Al final del show esperás a verlo con el estómago revuelto. Te ponés más perfume, te comés un paquete entero de caramelos de menta, y lista para un beso te parás como si estuvieras ahí de casualidad y ni esperaras encontrarte a tu príncipe Felipe.
Pero cuando sale de atrás del escenario hay algo raro en él, hacés tu esfuerzo más grande por creer que se trata de un nuevo corte de pelo, pero no podés sostener la negación mucho tiempo antes de reconocer que está acompañado por una ecuatoriana con un paraguas de juguete. Puede ser la hermana, o una amiga, o.
Allá quedan tus siempre predispuestas esperanzas cuando lo ves irse abrazado a la ecuatoriana, entre luces de colores, el clima de otoño, la noche que cae, una flor gigante y el tema de Soda Stereo que te correspondía a vos. Y mientras se aleja, tan alto, con esa espalda por la avenida Alcorta, asistís a los funerales de tu nuevo enamoramiento.

Ahora te gastás todas tus monedas en panes rellenos para lograr que tu estómago se sienta peor que tu cabeza y te ayude a olvidar la decepción a fuerza de rúcula y fiambre de procedencia dudosa. Quién pudiera ser uno de esos alegres krishnas.

Era evidente que era muy lindo para tus posibilidades, tendrías que tener mucha suerte para que un chico así se fije en una chica simplona como vos. Guardás en tu bolso de mimbre los recuerdos del futuro juntos y todas esas fantasías y alicientes para pasar el invierno. De vuelta a los gnomos y al estudio, de vuelta al profesor y la alumna, de vuelta a la escuela de rock.


Capítulo 2


Bajan del ascensor y te tenés que despedir. Él se queda quieto esperando que vos te acerques, así que te arrimás y lo besás en la boca. Hasta el miércoles. Y te vas.
Bajan del ascensor, te tenés que despedir. Él se queda quieto, le das un beso en la mejilla. Hasta el miércoles. Y te vas. Nunca te vas a animar.

Esa hora que pasás con él es la mejor de tu semana, es la que hace que te levantes de la cama en invierno, la que hace que salgas el fin de semana, y que te alegres cuando éste por fin termina. Sabés que lo viste acompañado de una ecuatoriana con un paraguas de juguete, pero ya llegaste a un punto sin retorno en el que ni siquiera te importa. No podés evitar seguir metiéndote más y más. Tal vez sería más fácil si él no contribuyera como lo hace. Pero tampoco puede evitarlo, y desembocan en horas eternas haciéndose compañía por Internet, en insostenibles miradas y roces durante la clase, y en una complicidad evidente que hace que cuando se encuentran en un recital, él olvide a sus amigos, se te pare al lado y te pregunte jocosamente si vas siempre ahí, y de repente en ese lugar no hay absolutamente nadie más que vos y él. Y se ríen de todo, y te gusta saber que se divierte con vos, y te gusta ver que te divertís con él, y te gustaría que todos los días fueran así, con él, riéndose como dos nenes para quienes no existe el resto del mundo.

Durante la semana es el chico con el que flirteás, una hora a la semana es tu profesor. Ciruela de día, banana de noche.
Por un instinto de autopreservación te dijiste una y mil veces que él no podía sentir algo por vos, que era físicamente imposible que él te encontrara atractiva, que de seguro estabas viendo lo que querías ver y que si percibías algo era tu propio deseo el que te causaba el delirio. Quisiste evitar así ilusionarte como solo vos lo sabés hacer, enamorarte hasta la médula, hacer planes de acá hasta el día de tu muerte, y después estrellarte la cabeza contra una pared de hormigón armado. Pero estaba ahí frente a tu enorme nariz, empezá a rendirte tributo a vos misma porque este pibe te está dando bola.
El tiempo vuela cuando uno se divierte, pero los meses de que cada clase sea una cita, y de irte a tu casa sin un beso comienzan a hacer mella en vos y a convertirse en un desgaste. Sí, él cada día te gusta más, pero no podés aguantar otro día de pagarle y de salir de su casa exactamente igual que como llegaste. No soportás la angustia que cae sobre vos en el momento en que ya te alejaste 50 metros de su puerta, sabiendo que es el momento de la semana que más falta para volver a verlo y acallando el ridículo impulso de volver corriendo para estar con él un rato más.
Es ahora, la fruta ya está madura, sus conversaciones, cómo hablaron todos los días de la semana, cómo busca cualquier excusa para tocarte, cómo se mandaron mensajes todo el sábado mientras veías a Los Álamos pensando en que tal vez la próxima vez que los vieras él estaría ahí con vos (y ahora en la distancia, jurarías que estuvo), todo eso te huele a que esta por fin va a ser tu última clase, y millones de terminales nerviosas en tu narizota no pueden estar equivocadas.
El miércoles llegás con la tarea sin hacer, obligándolo a que rediseñe el programa académico del día y que invente algo. La cabeza se te prende fuego de la cantidad de cosas que te imaginaste.
Al rato estás tirada en su cama, y él tirado en el piso, al lado tuyo. Pone “Un misil en mi placard” y ahí se quedan, mirándose muertos de incomodidad, hablando de bueyes perdidos, mientras a alguien de la cuadra se le ocurre hacer un show de fuegos artificiales. Y entre la pirotecnia que se cuela por la ventana y el plugged de Mtv te avivás de que es a él. A él te hace acordar Soda Stereo, a él te hizo acordar toda la vida, en ese lugar y en ese momento estabas pensando cada vez que los escuchabas, esa era tu nostalgia. Ahí mismo por primera vez Soda Stereo te hizo feliz.

El destino ya agotó todos sus recursos para verlos juntos. Cualquiera creería que la ironía de los fuegos artificiales sería señal suficiente, que nadie, por más cínico que sea podría resistirse a ese momento. Pero no, esa noche otra vez te fuiste a tu casa como llegaste.
Se te mezcla la belleza del contexto con la frustración de que no haya pasado nada y que él siga siendo tu profesor, y de tener que pagarle, y de tener que volver a pasar por esto una y otra vez, y de vivir pensando que puede ser hoy, pero que no lo sea, y de extrañarlo desquiciadamente, y de las ganas de meterte en la cama con él durante semanas. No, esa fue tu última clase.

Entonces te dice que le gustás, que le encanta estar con vos, pero ahora está con una chica, y le costó controlar sus impulsos, y fue muy histérico de su parte, y te pide perdón, y no quiere que seas una aventura, no sos una chica para hacerle eso, y no quiere arruinar lo que tienen y perderte, y no necesita cobrarte, pero quiere que sigas yendo. Pero ahora ya cruzaron la línea, no podés ir más. No vas más.
Cortás el teléfono con un sabor agridulce; por un lado es lindo pensar que lo suyo es un amor prohibido, un amor destinado que se ve frustrado por la malvada del paraguas de juguete, pensar que le interesás lo suficiente como para no haber podido quedarse en el molde, más allá de la ecuatoriana, y más allá de que es tu profesor. Al menos sabés que le gustás, y que en este momento él también debe tener ganas de estar con vos. Por otro lado, la prefiere a ella. Prefiere a una ecuatoriana de 18 años, que lo engañó, que se acuesta con mujeres, con la cual ya ni siquiera se lleva bien, y cuya inteligencia reconoce saber nula al compararla con vos.
No quiere que seas una aventura, no sos una chica para hacerle eso. No sos una chica para hacerle nada... No sabés para qué te sirve ser la inocente de ojos grandes.
Y todos van a atinar a consolarte y decirte “Bueno, ya se te va a pasar, ya te vas a olvidar” pero la verdad es que no querés, no querés olvidarte, no querés tomarte un café para no tener sueño, querés dormir, querés sacarte las ganas, no querés esperar a que se te pasen.
Te dormís con la ropa puesta y la luz prendida escuchando Snow Patrol mientras pensás en cuánto mejor la pasarías si tuvieras 18 años y fueras ecuatoriana.


Capítulo 3


Te despertás después de 10 horas de malogrado sueño. Sentís como si te hubieran martillado la cabeza y tenés los ojos hinchados como los de un gatito recién nacido. Por primera vez dejás que la perra se suba a la cama porque realmente necesitás el abrazo de alguien. No podés creer lo que pasó ayer, no podés creer que le gustás, no podés creer que se terminaron tus clases, y no podés creer que no lo vayas a ver más, que a partir de ahora ya no tengas nada que esperar los miércoles.
Pasa el mediodía y todavía no podés decidirte a salir de la cama, entonces te ponés a leer, para distraerte un rato concentrándote en las desgracias ajenas, y así no tener que hablar o escuchar sonido alguno, porque no podés. Antes de que caiga la noche ya te leíste La insoportable levedad del ser, y en cuanto lo terminás empezás La lucha contra el miedo, la autobiografía de una escritora que se pasa el día entre sus sesiones de terapia y sus problemas para conseguir hombres.

El sábado a la noche ya no recordás cuanto hace que no te ponés ropa de calle. Tu plan es ver la película que te regalaron para tu reciente cumpleaños, para el que él te saludó. Después de estar inmersa 20 años en la Praga comunista y 5 años acompañando a una escritora neurótica parece que de todo eso hiciera una eternidad, pero no. No podés ni entrar a la habitación en la que ensayás, ni mirar ese pedazo de chatarra sin odiarlo.
Podría ser, pero no. Ese pensamiento, unido al de tu mala suerte y tu mal timing te carcomen la cabeza.
Te tirás a ver 9 Songs deglutiendo tu última porción de torta de cumpleaños. Pero pasar un sábado viendo a una pareja teniendo sexo explícito mientras van a ver bandas te hizo dar cuenta de la gran cocaine decision que tomaste. Comprendés que lo que te tiene así, hecha un pollo deshuesado, no es que no puedan estar juntos, es saber que nunca más va a ser miércoles con él al lado. No podés pasar más de una semana sin verlo, y no tenés interés en aprender nada nuevo si no es con él. No podés imaginarte con un profesor nuevo, un Manuel Wirtz con el que sólo vayas para aprender, y que sólo te reciba para cobrarte. Que te vean tocar mal es cómo que te vean desnuda, y te gustaba que fuera él el que estuviera ahí.
Estás haciéndosela demasiado fácil dando un paso al costado y abandonando la contienda para que siga viviendo esa mentira con la ecuatoriana. No podés desaparecer justo ahora que se reconocieron gustarse, ahora que ya no es un secreto y que cuando estén frente a frente vas a saber que él quiere, y él va a saber que vos querés. Eso sí es mal timing. No querés ser la única boluda que está sola en casa viendo pornografía. Pagarle y no poder besarlo era una mierda, pero definitivamente no era peor que esto.

El miércoles a las 7 de la tarde no hacés más que pensar en él, y esperar que él esté pensando en vos. Por más que 48 horas después de decirle que te ibas ya te habías arrepentido, esperás una semana antes de decírselo, para que vea lo que es no tenerte, para que tenga tiempo de desear que estuvieras ahí, para hacerte rogar un poco y disimular que si pudieras le estarías alrededor como una mosca. Creés que vas a darle la sorpresa cuando le avisás que volvés, y él te la da a vos cuando te dice sin vergüenza y sin rodeos que a las 7 no hizo otra cosa que quedarse mirando el portero eléctrico. Y de todas las imágenes que se te habían ocurrido, ninguna puede haber sido más tierna que esa.
La única persona más contenta que vos, es él. Después de una semana, volvés.


Capítulo 4


Volvés. Y después de un rato de incomodidad, todo es igual que antes pero más exagerado. Empiezan a llevar adelante un noviazgo platónico, pero vos por lo pronto no notás la diferencia. Te manda mensajes para contarte dónde está todos los viernes, sábados y domingos, para despertarte los días de semana a las 3 de la mañana, para preguntar como estás de la gripe, y para que te conectes porque tiene ganas de hablar con vos. No podés ver películas en la computadora que enseguida aparece su ventana.
Y vos encantada, hace un mes que estás viviendo en una nube de pedos, escuchando Soda Stereo todo el día sabiendo que mientras te estás tomando un gin tonic rodeada de parejas besuqueándose él está pensando en vos, que hasta cuando dormís está pensando en vos.
En medio de todo eso se ultima la ya precaria relación con la ecuatoriana. Chau piba, no te olvides el paraguas, gracias por venir. Lo dejás que haga su duelo tranquilo, si ya esperaste todo este tiempo no vas a arruinarla avanzando en medio de su depresión, no tenés ningún apuro.
Mientras tanto, lo que sea que hagas te hace feliz, ninguna salida es demasiado patética, ni siquiera la vieja y querida quedarse en casa de tu vecina tomando Coca Cola y viendo videos de Pimpinela en Youtube.
Ya llegaron al punto de que te quedes con él después de clase viendo películas en el sillón, y vos deseás que haya una escena de sexo, y rogás, cada vez que se da vuelta a ver si te reís, que se acerque un poco más y te toque un pecho fingiendo que busca el control remoto.

Te la pasás el día soñando con el momento en que vayas de imprevisto a visitarlo al trabajo, pobre Cristo, a llevarle té de canela en un termo y una canasta llena de panecillos recién horneados. Y como para fantasear sos mandada a hacer, pasás por una vidriera con instrumentos musicales en miniatura, y antes de llegar al próximo semáforo ya imaginaste a tus hijos con alguno de esos, y al padre dándoles clase mientras vos mirás enternecida desde la laptop en la que escribís una columna para Luna Teen. Y pensás en la próxima navidad, en la que juntos vayan a adoptar una gatita para que le haga compañía a tu mejor amigo, y se la regalen en una caja con un moño que diga “Estela”.
Que no sea tu novio es sólo un tecnicismo, todavía disfrutás de ese placer retrasado, de seguir extendiendo el período de deseo, sabiendo que la tensión se corta con espátula y de seguir sumándole a esa espera que cuando se termine va a ser como Disney en el día de gracias.

Ese fin de semana planeabas quedarte en casa viendo “Sweet Charity, las aventuras de una chica que quería ser amada” pero decidís a último momento movilizarte a pesar del paro de colectivos e ir a una fiesta en la casa de Los Natas. Pura y exclusivamente porque es en la esquina de la casa de él, y no sabés bien para qué, pero querés estar ahí. Probablemente para tenerlo presente toda la noche y así realmente disfrutar de la salida. Y esta noche también se escriben, y están a 50 metros. Y salís al balcón y ahí está, en la esquina, de traje, corbata y sombrero, como un galán de los años 40. Mira para arriba, se saca el sombrero, te saluda, y es la imagen más hermosa que recordás haber visto. Es el día de hoy que mirás esa esquina y lo ves.
Nada hace aflorar tu animosidad ahora, ni la cumbia peruana ni las botellas de gaseosa cortadas al medio ni que te pisen las botas. Estás de tan buen humor y te gusta tanto esa fiesta que te ponés a hablar con cualquiera, y hasta tomás Fernet de un Tupper y bailás temas de Lía Crucet hasta que se hace de día. Incluso se te acerca un pibe y te da la mano para felicitarte por ser la chica más hermosa de la fiesta, ¿tendrá algo que ver que estas cosas siempre te pasan cuando estás cerca de él?
Los 30 pesos de taxi que pagaste para hacer esas 30 cuadras ida y vuelta valieron la pena, aunque si hubieran sido $300 también lo hubieran valido, solo por verlo a él como Humphrey Bogart saludándote desde abajo del balcón, como en Casablanca…“Siempre tendremos Constitución”.

Pero cuando el Fernet se diluye al día siguiente, algo empieza a hacerte ruido. ¿Por qué todavía no pasa nada?, ¿por qué no se animó a entrar a la fiesta, se volvió a la casa y se durmió vestido?, ¿por qué ven películas solos y con la luz apagada y lo único que te da es tarea y un libro de historietas? Empezás entonces a darte cuenta de que todo este tiempo estuviste siendo cómplice de la histeria. Al principio era tu profesor, después estaba con la ecuatoriana, después estaba deprimido y sin la ecuatoriana, y ahora está enfrente, y ya no hay nada que les impida cruzar la calle.
Sabés que cuando le decís basta no pasan dos días y ya te estás rematriculando, pero ahora llegaste a tu límite, soportaste estoicamente la presencia de la ecuatoriana esperando que llegue tu hora, pero no podés hacerlo de nuevo. No podés seguir yendo a su casa para entretenerlo, alterarle las hormonas, y encima, ¡pagarle! Darle plata es cada día más humillante, para vos claro, él por otro lado sigue siendo el más vivo de la cuadra.
Ese miércoles volvés a ir con la tarea sin hacer, pero por las dudas llevás los apuntes en caso de acobardarte a último momento y abortar la misión.
Cuando estás por cruzar la calle pensás que ya está, estás a 10 minutos del éxtasis o la desgracia, pero sea cual sea en 10 minutos tu vida va a ser otra. Pensás en no tocarle el timbre, en sólo correr en dirección opuesta a su casa y después mandarle una postal diciendo que no podés ir más y que no intente contactarte. Pero decidís ser el adulto.

Cuando te abre la puerta volvés a estar muda, como la primera vez que entraste ahí, en la que creíste que no ibas a sobrevivir. Y le vomitás que no, que no hiciste la tarea, y que no la vas a hacer más, que ya no pueden seguir así porque no es serio, que para vos es cada vez más ridículo pagarle, y que el que está propiciando todo eso es él, no vos, y que por una vez dijera algo, en vez de hacer que siempre seas vos la que diga las cosas. Entonces prefiere salir a dar una vuelta, para estar más tranquilos, o para ganar tiempo. Y cuando lo ves pellizcarle el brazo a su mamá camino a la puerta, ya sabés lo que va a pasar.
Se sientan en un banco de parque Lezama y te dice lo que ya sabés, que le gustás, que le interesás, que no puede evitar buscarte de las maneras boludas en las que lo hace y que desde la primera clase que siente que hay algo, pero que no sabe estar bien con una chica, que sus últimas relaciones terminaron mal, y que entonces prefiere no engancharse, y que le da miedo dar ese paso, y que nunca quiso meterse con vos para no arruinar todo, y al final ahora ya no tiene nada. La situación hubiera sido hermosa si hubiera sido diferente, el mismo lugar en el que lo viste por primera vez, en invierno, entre los árboles pelados, cayendo la noche y con los perros, y los viejos y las hojas dando vueltas, y él preguntándote en qué estás pensando, y hablando de cosas de las que nunca habían hablado, pegados para no sentir el frío, pero tenía toda la tristeza de esas conversaciones que uno sabe que van a ser la última, y que todo lo que alguna vez se le pasó por la cabeza no va a pasar. Aún en una situación como esa la estaban pasando bien juntos, ¿cómo no querer hacer eso todos los días?
Después de tantos meses, se dan un beso, lo acompañás a su casa y se despiden.



A partir de ahora se sucederán varias etapas, la primera de ellas es la tristeza.
Con otras no hay dudas y no hay vueltas, siempre es con vos. Te parece que sos incapaz de hacer que alguien esté seguro, que sos incapaz de suscitar la decisión suficiente. Estás podrida de estar siempre lista y terminar teniendo que superar todo, pensando que otra sí, pero vos no. Evidentemente con la ecuatoriana no tuvo esa disyuntiva, no tuvo tantas dudas, no hizo tantos planteos ni se asustó tanto. Será que al lado de ella, o ellas, siempre sos una opción mas dudosa, o directamente sos la persona menos oportuna del mundo, y siempre llegás o muy tarde, o muy temprano. Tal vez seas vos la que obra mal, que al verlos indecisos sacás la bandera blanca y enseguida te retirás, en vez de llegar a las últimas consecuencias por decidirlos. Pero ese en realidad no es tu trabajo.
Y no es que te enganches con hombres incapaces de estar con una mujer o de tener una relación, sólo son incapaces de tenerla con vos.

Le sigue la Indignación. Indignación por haber sido el juguete de un deportista de la histeria que debería haber sabido desde un principio qué quería y qué no. E indignación porque no entendés de donde sale esa soberbia masculina que los lleva a temer que una inevitablemente se vaya a enamorar de ellos y vaya a querer atraparlos para que vengan a comer fideos el domingo con la abuela y luego devorarlos despiadadamente como una mantis. Y esa tendencia es aún más inexplicable dada la naturaleza insegura que los caracteriza. No podés evitar llevar este drama a tu sesión de terapia, creyendo que tenés entre tus manos la pregunta fundamental de la humanidad, a lo que tu analista responde, muy tranquila y suelta de cuerpo, que no tiene miedo de que te enamores de él, tiene miedo de enamorarse de vos. Y que si elige a la ecuatoriana tilinga (lo de tilinga es una licencia creativa de la escritora) de 17 años es porque ella no presenta ese peligro, y que si te descartó, fue exactamente por los rasgos positivos que vio en vos. O sea que ahora podrían estar juntos, como en el recital, o en el parque, o como cuando se quedaban viendo películas, podrían estar haciendo mil cosas que no hacen (y NO, no te referís a casarse o a ir a comprar un juego de platos) porque él tiene miedo.
De nada te sirve saber que en su cabeza sos el modelo de la madre de sus hijos si en la vida real no se anima a tocarte.
Que alguien te guste, y a esa persona le gustes, y la pases bien con ella, y estés solo, y aún así tomar la decisión de no estar con ella, es algo que tu mentalidad femenina nunca va a comprender. Más miedo te da que sea un viernes a las 3 de la mañana y que estén los dos sentados frente a la computadora escuchando Soda Stereo sin nada mejor que hacer, cada uno en su casa.
Y finalmente el cinismo. No es sólo por esto, es el peso acumulado de uno y otro hombre, de una y otra relación que se va sumando, y ya no sabés cuanta paciencia más tenés antes de llenarte de cinismo y descreimiento, y de comenzar a desconfiar de todo y de todos. A veces te pudrís y pensás que deberías retirarte, ahorrarte la angustia y aceptar que no naciste para esto. Pero siempre entre engancharte y darte la cabeza contra la pared, o no engancharte y estar tranquila, preferís engancharte, porque te parece que guardarte y andar con cuidado sería no vivir, sería plastificar los sillones y preservarlos para el más allá. Será doloroso pasar por todas estas etapas, o quedarse días leyendo sin emitir palabra, y eventualmente tener que olvidar, pero todos esos viajes en subte escuchando los Ramones pensando en él y mirando con sorna a los pasajeros refunfuñantes, lo justifican. Haberlo visto del otro lado de la calle saludándote con el sombrero lo justifica. Haberle dado un beso lo justifica. Y como decía Macaulay Culkin en Mi Pobre Angelito; si uno cuida tanto sus patines, cuando los quiera usar van a quedarle chicos. Hey Lloyd, I’m ready to be heartbroken.

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