7 de mayo de 2008

Escuela de Rock


En la banda ya te dieron el ultimátum; o vas a tomar clases, o te olvidás de tu sueño de tocar en Wembley como soporte de las Spice Girls. Ya usaste la excusa de que tu antigua profesora te daba miedo, de que no querés meterte sola en la casa de un cuarentón desconocido parecido a Manuel Wirtz, de que no podés dejar solos a tus peces y de que querés ser autodidacta. Se terminó la joda, ya te encontraron un profesor nuevo con buenas referencias, de quien se puede ya casi descartar que sea un asesino. Empezás el lunes.
La negación te lleva a quedarte dormida. Salís corriendo sin lavarte la cara, te comés un poco de pasta de dientes y te sacudís los pelos de perro de la remera que usaste ayer. Manuel Wirtz no amerita una remera limpia.
Mientras tocás el timbre, te enferma pensar que tenés que bancarte una hora con un músico mediocre que de seguro tiene comportamientos inadecuados para su edad.
Pero te abre la puerta el chico más lindo que viste en mucho tiempo. Su belleza no tiene nombre, y te saluda con una voz tan amable como la que usaría San Gabriel si te recibiera en su casa para darte clases de música. Te quedás helada. Es Felipe.

Tu elocuencia desaparece por completo, estás muda, no se te ocurre nada que decir, y lo poco que lográs esbozar son monosílabos o sonidos guturales.
Cuando te explica vos le mirás las canas, y él te mira como si no entendieras nada. Lo mismo podría estar hablando sobre la migración de las marsopas, o te podría estar enseñando a tocar el triángulo que tampoco entenderías. Entonces sonríe resignado al ver que no le estás prestando la más mínima atención a lo que dice.
Tiene tu edad y te da clases en su cuarto, ¿a quién se le ocurrió que ibas a aprender algo? Aunque es menester reconocer que ahora estás más motivada que cuando estudiabas con una metalera de mal aliento. Te avergüenza que pueda pensar que no tenés talento o que sos medio lenta, así que estudiás hasta dormirte sobre las partituras en un intento de impresionarlo.

Por momentos te olvidás de que estás en una clase y te portás como si fuera una cita, escuchando con ojos ingenuos todo lo que tiene para decir, esforzándote para rematar sus comentarios con observaciones ingeniosas, sin éxito alguno. Te comieron la lengua los ratones. Lo único en lo que podés pensar es en que querés que te bese sobre esos libros de música.
Para empezar estás en una posición de desventaja, él te está enseñando, o sea que está explícito que vos tenés que aprender de él, él es el que sabe, vos sos la que no. Es la inferioridad en la que te sentís cuando te gusta un chico, amplificada. No hay manera de ganarle en esta. Sos su alumna.
Y es demasiado lindo para vos. Cuando saliste de casa te sentías la Kate Moss del arrabal, pero al lado de él parecés un troll con lepra.

Cada vez que vas rezás para que se largue el diluvio universal y así tener que quedarte. Para siempre. Que haga mucho frío, que sean las siete de la tarde pero ya sea de noche, que haya un alerta meteorológico, una tormenta eléctrica de esas de las que aunque llames a un taxi, te empaparías yendo hasta el cordón de la vereda. Que te diga entonces que te quedes, haga un té, y ponga Snow Patrol.
A veces no tenés sueño pero te vas a acostar temprano solo para pensar en eso un rato.
Si este pibe te llega a dar bola, te hacés un monumento a vos misma.
No tenés todos los factores a favor a decir verdad. Los une en este caso una relación profesional, y para hacer que la relación sea aun menos íntima, le pagás. Pasás una hora por semana con él, una hermosa hora, y al final tenés que abrir la billetera y sacar 25 pesos. Y si por desgracia no tenés cambio, él tiene que darte el vuelto. El romance te lo debo.
Es muy delirante pensar que en una situación así pueda pasar algo. Un profesor decente no se insinúa en una clase, y una alumna decente tampoco. Los roles que cumplen los obligan a olvidar que son dos personas de la misma edad, que hacen lo mismo con su tiempo libre, y que están encerradas en un cuarto.
Pero vas a aprender más que con esa aterradora y poco higiénica profesora, y vas a asegurarte de nunca, pero nunca, llevar un paraguas.

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